“Me hubiera gustado saber desde el primer minuto la deuda impagable que iba a contraer contigo”. Son las palabras con las que arranca este “Hospicio”, término en desuso en castellano y que visualizamos en tonos sepia, como si los enfermos terminales y esos peculiares cementerios de elefantes que son los hospitales para moribundos hubieran desaparecido de la faz de la tierra. Espantamos nuestros fantasmas a golpe de disfrute, vivimos como inmortales. En el otro lado, “Hospice” tiene algo de obsceno, de indecente, al convertir en masaje intelectual el dolor más inhumano. Y eso Peter Silberman lo sabía desde el principio. “Cuando empecé a componer el disco creo que estaba preparado para fallar, para que el proyecto no funcionara. En realidad pensaba y me preocupaba mucho que el disco sonara pretencioso o demasiado sobrecargado de emociones, no sabía cómo iba a recibirlo la gente y si me iba a sentir estúpido. Durante la grabación ocurrió de nuevo que tenía buena parte de una canción y no sabía qué hacer para terminarla. Si te soy sincero llegué a pensar que nunca iba a acabarlo, porque había momentos en que las cosas no funcionaban, para nada… Y ahora la buena recepción me ha ayudado a pensar que no estoy totalmente loco y que hacer este disco tenía sentido”. Es lo que tiene enfrentarse con veintipocos años a una obra que se presume magna desde su misma concepción: “Hospice” es un álbum conceptual sobre la progresiva degradación de una pareja a causa del cáncer terminal que sufre ella, que surge como obra literaria y se fue completando durante dos largos años a golpe de guitarras nebulosas en el apartamento del propio Silberman junto a sus dos nuevos compañeros de viaje. “Llegué a New York desde mi pueblo y empecé a grabar canciones. Al principio The Antlers era mi proyecto en solitario pero cuando llevaba un año más o menos en Mannhattan decidí convertirlo en una banda”. La enigmática figura de Silberman, ha desatado todo tipo de comentarios. La leyenda detrás de “Hospice” apunta a que un desengaño amoroso motivó que rompiera con todo y con todos en su pequeña población a hora y pico de New York y se decidiera a lanzarse a la gran ciudad. Lejos de esa imagen de maldito, al otro lado del teléfono lo desmiente con amabilidad y voz entrecortada, como el tímido que no ha dejado de ser. “Creo que todo se ha exagerado un poco. El verdadero motivo de mi mudanza a New York fue que quería hacer música, y toda esta leyenda que se ha generado alrededor creo que tiene más que ver con lo que la gente interpreta en ‘Hospice’ que con la realidad. No huía de nadie cuando dejé mi pueblo”. Un discurso que se desmorona cuando más tarde afirma… “Existe esperanza en este disco. Sí, yo quiero pensar que sí. Es un disco cuyo tema central no es tanto la enfermedad de ella como la desintegración de una relación sentimental. Así que al final la persona que está corriendo con toda la presión, con el abuso emocional, se queda liberada cuando la otra muere y puede moverse hacia delante y seguir viviendo. De hecho para mí si algún valor tiene este disco es ese: el seguir adelante dejando atrás todo lo malo. De ahí viene la esperanza”. Se lleva de cuajo como un bulldozer el ideario romántico de Occidente construido durante siglos, y no resulta difícil leer entre líneas y entender esta colección de canciones como un ajuste de cuentas personal, una particular y dolorosa ascensión a la cumbre en la que las mochilas deliberadamente se han ido quedando por el camino. La pregunta que me hago es hasta qué punto no seguirá persiguiéndole “Hospice” en forma de fantasma del pasado. Como al protagonista de su epopeya cuando en el Epílogo se despierta en la cama sudoroso, después de que la imagen de ella vuelva a hacer acto de presencia, esta vez en sueños. “Vuelves a mí por la noche y yo estoy demasiado aterrorizado para hablar”. Realmente ¿hay esperanza de un mañana mejor?
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