Bill Callahan lleva unos zapatos de ante rojos, del tipo que algunos llaman “pisamierdas”. Viste unos vaqueros azul claro, bastante gastados y con la parte de los tobillos desgastada, supongo que por culpa de sus movimientos rituales durante los conciertos, una camisa fina azul con arabescos bordados en blanco. El mismo atuendo con el que sale en las fotos promocionales de su último disco, publicado la pasada primavera, presentado los primeros días de otoño. Esas fotos soleadas, tomadas por Joanna Newsom, muestran a un Bill Callahan ora pensativo, ora relajado, ora divertido e incluso me atrevería a decir que cómplice y seductor con la cámara, con la fotógrafa. El Bill Callahan a entrevistar en el parquecito que hay enfrente de Moby Dick, lleno de niños gritones, de adolescentes asilvestrados, o de adultos vergonzantes según la hora, no dista mucho del de esas fotos. Relajado y pensativo aunque cansado, acababan de llegar de tocar en el BAM en Barcelona, demostró que contra lo que la leyenda cuenta todos sus músculos faciales funcionan perfectamente. En realidad Bill Callahan se me antoja como un conversador al que ojalá hubiese tenido media hora más para entrevistar. Respuestas lentas y pausadas mientras toma un café negro (negrísimo) en un vaso de cartón de esos que tardan años en enfriarse. En la otra mano un trozo de empanada que mastica como si le fuera a sentar mal. A nuestro lado unos chavales ataviados con los mullets y abalorios dorados reglamentarios de esta temporada hablan a gritos. Bill Callahan regula, espera a que dejen de gritar, traga su último trozo de empanada, mira a los columpios y comenzamos la entrevista. Decía alguien que Michael Gira (Swans, The Angels of Light) era la persona más difícil del mundo. Bill Callahan no le disputa el título en ningún momento, sin embargo, cuesta arrancarle una respuesta que clarifique cuestiones que al final se antojan tan triviales como el qué ha pasado con los paréntesis que arropaban los dos discos anteriores de Smog. “Tenían que desaparecer”. ¿Por qué? “Tenía que ser así” contesta pragmático, con una sonrisa de niño malo que no quiere confesar que probablemente dejó de susurrar el nombre de Smog en un impulso. Después de un disco como “Supper”, plagado de canciones sublimes y de una conmovedora calidez, sorprende en la primera escucha la desnudez de las diez canciones de “A River Ain´t Too Much To Love”, casi parece que en la mezcla hubiesen prescindido de algunas pistas. “Estoy de acuerdo con eso. Suena así, pero no se borró nada simplemente ocurrió de esa manera. Sé lo que quieres decir. Hay discos que son para escuchar en silencio, puedes añadir una pista o dos pero probablemente no tengan que estar allí”. Hablando con Bill Callahan, me doy cuenta de una cosa que me alegra: nunca dirá que el último es su mejor disco. “Cada uno es completamente diferente desde el momento en que lo empiezo de la nada. Cada vez que hago un disco es como si fuera mi primer disco, por eso cada uno suena diferente. Nunca empiezo desde donde lo dejé en el anterior, ni el sonido, ni el estado de ánimo es el mismo”. Detrás de esa fea, feísima, portada se esconde el disco más contrastado de Smog, el más tramposo. Sin abandonar temas tan universales como la familia, la culpa, las responsabilidades o el adaptarse Bill Callahan ofrece esta vez un cuadro, más en las letras que en la música, igual de reflexivo, sincero e íntimo, pero más esperanzado, casi diría luminoso a pesar de la parca instrumentación. Si el aire viciado de “The Doctor Came At Dawn” olía a habitación mal ventilada en el centro de la ciudad, en éste parece que Callahan se haya mudado al campo. Pueda parecer que en un concierto de Smog lo visual carezca de importancia. Craso error. El movimiento de pies de Bill Callahan es un secreto guardado a voces, el mejor desde Cassius Clay. Ya sea con su zapatos de ante rojos o con sus botas de montar viejas que trajo hace dos años. “Me gusta tocar. Creo que hace que todo los que has hecho tras grabar un disco cobre vida. Hablar de ello, o tocar las canciones hace vivir a la música. Un disco es una cosa fija, terminada para que la gente pueda escucharla en casa. Y para mi supone entender cosas que no entendía cuando compuse las canciones y que después de tocar tantas veces podría explicar mejor. Y hablar sobre ello también me obliga a entender exactamente lo que las canciones son”. De la belleza imposible, por perfecta, de Joanna Newsom, que le acompaña al piano en esta gira, hablamos otro día.
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