Me encuentro con Antonio Luque el día que más viento hace en Madrid desde que vivo aquí. Y desde que él sube para tocar o para hacer entrevistas aburridas. Dos cervezas a las cinco de la tarde, chicas guapas entrando en la cafetería medio bohemia -tiene hasta un piano- que hemos escogido y una pregunta sobre la manera en que sus canciones, antes complicadas, tensas, han adquirido una maravillosa, conmovedora simplicidad. “Me he convertido en un trabajador de la música. Y cómo cualquier trabajador, uno tiende a simplificar el trabajo para vivir mejor. La vida ya es bastante complicada como para complicar las cosas del trabajo. Me alegra que digas eso de la evolución. Sé que hay gente que echa de menos los arreglos de épocas anteriores, pero si te fijas en esa palabra, ‘arreglo’. Si hay que arreglar algo es porque estaba mal. Es como cuando compras un piso y te metes a reformarlo, ¿por qué no compras uno que esté nuevo?”. Fue a partir de “El fuego amigo” (El Ejército Rojo, 05), el disco que grabó en Granada junto a J. de Los Planetas, cuando el discurso de Antonio Luque sufrió una transformación. Sustituyó dadaísmo por hiperrealismo, marañas imposibles de guitarras por producciones más cálidas, con la voz bastante presente. Más Chinarro que nunca, sin perder sus brillantes juegos de palabras y su punto fuerte: las melodías. “Una vez grabadas las bases de ‘El fuego amigo’, yo iba a meter mis guitarras y mis cosas y J. no me dejó. De él aprendí –y luego de Jordi, que también tiene estudio- quizá por volver a trabajar en un estudio de verdad, en un magnetófono, que hay que quitar todo lo que sobre. Y quiero seguir con ese camino. Hay que entender que las canciones de Sr. Chinarro son eso: mis letras, mi voz, las guitarras, el bajo y las baterías. Ese es mi método de trabajo. Y me gusta”.
Tras dos discos festivos, que celebraban la vida, el vino y la amistad, (quedan aires de fiesta en el momento tuna de “El teórico”), “Ronroneando” es un disco sobre el (des)amor, lleno de canciones amargas, (“Los amores reñidos”, “San Antonio”, “La resistencia” o “El alfabeto Morse”), casi como una novela breve, triste y conmovedora sobre una ruptura sentimental donde el narrador (un tipo muy parecido al propio Antonio Luque) deambula por la playa, borrando teléfonos de la agenda, acumulando rencores, despertándose muy tarde y descubriendo, ay, que está volviendo a enamorarse. “No voy a decir que mis canciones de ahora sean de verdad y las de antes sean todas inventos. Aunque, bueno, las de antes no las entendía nadie, así que mejor no preocuparse por esas (ríe a carcajadas). No puedo negar que mi vida no es fácil. Yo no soy un oficinista que hace canciones, aunque por mucho que haya escrito un disco sobre amor o desamor, no voy a hablar de mis amores o desamores. Lo que me importa es que la gente piense que las canciones están escritas para ellos. Eso es el pop, ¿no?”. Sobresale, entre todas las maravillosas canciones del disco, “El Gran Poder”, quizá la canción más triste, y la más emocionante que ha grabado nunca Antonio Luque (“Esa letra, en concreto, es un e-mail que mandé a una chica. Mira, ahí tienes una exclusiva que no le he dicho a nadie. Lo escribí en cinco minutos y no lo toqué. ¿No decía eso Goethe? No hay que rectificar”). Cuatro minutos y medio que esconden, a la vez, un reproche y una pequeña posibilidad de redención; una canción cuya demoledora belleza deja al oyente exhausto, casi al borde del llanto. Una canción que justifica, por si sola, este disco. “A mí también es la que más me gusta. Y es muy curioso lo de esa canción. La banda participó mucho en ella. La ralentizaron, se inventaron el arreglo de guitarra, y al participar ellos quedó, curiosamente, de las más ‘chinarras’ del disco. Y eso que yo empecé haciendo ‘Luka’ de Suzanne Vega. Eso lo aprendí de J., que las secuencias de acordes para las canciones buenas son siempre las mismas, algunas más complicadas, otras menos, pero las mismas. Sólo hay que adaptarlas a tu discurso”.
Compuesto en Málaga, en un pequeño apartamento desde el que se ve el mar (“Está claro, mirar el mar le cambia el aire a cualquiera”), a bastantes kilómetros de sus músicos, sevillanos, y de su local de ensayo (“sí, a veces echo de menos Sevilla, la intensidad de la luz, los olores. Cosas que leídas parecen gilipolleces, pero que son verdad”) “Ronroneando” es el disco que confirma a Sr. Chinarro como banda estable, donde los músicos sirven como baremo para medir las canciones que va componiendo. “Eso tiene mucha importancia. A ver, si yo viviera en Sevilla y me encontrara a los músicos en los bares, sería un poco coñazo. Al vivir tan lejos, es cómo tener una novia lejos, nos alegramos mucho de vernos. Es el secreto de las relaciones, ¿no? No verse mucho. Ahora mido las canciones con el grupo. Voy, les toco una canción, si a la banda le gusta, la montamos, si no, pues no. Casi siempre es así. Y no falla. Las que más rápido han salido son las que más le gustan a la gente”. Cuatro cervezas más tarde, pedimos la cuenta. Se cuentan tantas cosas sobre Antonio Luque, tantas leyendas urbanas que ya es hasta gracioso. Pienso en algunas de ellas, cada cual más loca, y le pregunto a él. “Es verdad. En Madrid se cuentan muchas cosas sobre mí que son mentira. Me acuerdo que en la época del ‘No sé qué…’ se llegó a decir que la banda se había separado porque yo había dejado embarazada a una gitana y me estaban buscando”. Nos carcajeamos. Un juego para acabar, ¿repasamos las leyendas sobre Antonio Luque? La primera, obvia. Es un ogro. “Tengo mi mal humor, como tú lo tienes. No sé. Los artistas intentamos que nuestro arte sea perfecto, porque la vida no lo es. Pero es que yo quiero que la vida también sea perfecta. Y eso me encabrona mucho. Quizá también peque de franco, y eso toca los huevos”. Otra más. Es un borracho. “Falso. Yo no bebo en casa. No tengo ninguna botella de licor. ¿Y en un concierto? Parece que cómo los grupos extranjeros salen con una botella de agua, nosotros no podemos salir con una copa. Además, ¿qué saben ellos si es Coca-Cola lo que llevo en el vaso? Alguna vez le he dicho al grupo lo de salir con botellines de agua y me han dicho que nanai”. Voy a por la tercera, la definitiva, cuando Antonio me interrumpe. “Añade friki. He oído por ahí que lo dicen porque al primer Benicássim fui haciendo autostop. No, fui haciendo autostop porque no tenía dinero. Sencillo. En los principios me pagaban veinte mil pelas por tocar. ¿Cómo querían que fuera a los festivales?”. Vale. Ni ogro, ni friki ni borracho. ¿Y genio? Ésta es, para él, la más hiriente. “Tienes razón. Muchas veces me lo he tomado como un ataque. Porque es como dar por sentado que nadie me va a comprender, y que a ver si me suicido de una puta vez”. Y nos despedimos, ya fuera de la cafetería bohemia, entre carcajadas. Le veo perderse, agitado el pelo por el puto viento de Madrid.
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