"¡Oh!, Dios mío. Nunca había visto nada así, en los Estados Unidos sólo editaron vinilo hasta ´Hunkpapa´", asegura Kristin mientras las chiribitas hacen largos en el azul de unos ojos que no describo por temor a la injusticia. En sus manos, una copia en vinilo de "Red Heaven" (4AD, 92), el primer acuse de recibo que Throwing Muses enviaron al buzón de mis sentimientos. Yo ya firmé en su momento y ahora es ella quien estampa su rúbrica en el encarte. Son los momentos finales de un encuentro emocionante para el que suscribe. Un encuentro auspiciado por "Sunny Border Blue" (4AD/Everlasting, 01) su cuarto trabajo en solitario, tercero tras la disolución de Throwing Muses, que llega con una puntualidad -"Sky Motel" (4AD/Everlasting, 99), "Strange Angels" (4AD/Everlasting, 97) y "Hips And Makers" (4AD, 94) fueron los precedentes- casi británica. "No tenía idea de que mis discos fueran tan puntuales... así es de desordenada mi vida, ya ves. Desde "Sky Motel" no he parado de hacer giras. Cuando me aburrí de presentar ese disco en directo me puse a componer de nuevo para éste". Han leído bien. Aburrida. ¿Puede alguien aburrirse con un cancionero tan perfecto, tan sincero como el suyo? "Después de pasar tanto tiempo sin casa, con los hijos metidos en la furgoneta, lo que apetece es llevar una vida más tranquila y casera. No me aburro de las canciones, ni mucho menos, sino del estilo de vida en la carretera".
"La escena indie americana funcionaba como una piña hasta el éxito de Nirvana. Luego todos se obsesionaron con vender discos y ya nada fue igual" |
No creo que nadie se lo reproche. Sobre todo cuando acaba de entregar un disco que equilibra con acierto los mejores resultados de su faceta acústica y las fallidas intentonas de rockerizar su discurso en su anterior trabajo. "Sky Motel" flojeaba porque era demasiado explícito, pero ahora las canciones sugieren hasta el estremecimiento. En estos trece nuevos jirones de su vida hay guitarras enfermizamente electrificadas y percusiones que lo dicen todo con prácticamente nada. Que nadie se llame a engaño porque estamos ante un disco convulso y dolorido, esperanzado y bello. "Con Throwing Muses yo hacía todo, lo daba todo en las canciones. Hubo un momento, tras dejar el grupo en que lo que quería era hacer discos fáciles. Más tarde llegué a pensar que nunca volvería a tener un grupo, que no recuperaría a mi hijo, -Hersh perdió la custodia de Dylan, su primogénito cuando éste tenía tres años- que mis canciones nunca volverían a sonar y que además a nadie le importaría. He hecho este disco exclusivamente para mí, sólo por las canciones. Descendí a los infiernos pero he regresado, he vuelto a escribir y a grabar apasionadamente por primera vez en años". Y era necesario - para ella, para nosotros- que Kristin Hersh volviera con el hatillo repleto de verdades. De esas verdades que tanto daño hacen y cuyo dolor es el único motor de nuestra compasión. "Yo busco en mis recuerdos y en mis sentimientos, y en esa búsqueda encuentro cosas que me hieren. Lo que hago es poner todo eso en mis canciones, me quito todo eso de encima y lo comparto con la gente que escucha, por eso no siento timidez al cantarlas, sino que me siento más fuerte". Y yo también. Sobre todo cuando le arranco una sonrisa que los pequeños aspavientos de sus manos sarmentosas, tachonadas de motas argentinas, sólo me dejan entrever. "Yo no me considero particularmente creativa. No sé por qué o cómo escribo canciones. Si intentara escribir un libro, tendría que intentarlo y seguramente sería un mal libro y me pasaría lo mismo con un cuadro. Pero las canciones me salen sin más... ¿No me crees?... pues créetelo porque es absolutamente cierto, llevo veinte años componiendo y ahora mismo es algo que sale de mí sin que prácticamente le tenga que prestar atención... ¿Que tengo suerte de que sea así?... sólo a veces, sólo a veces". Cierto. Porque la historia de Throwing Muses, su grupo, uno de los nombres fundamentales del underground norteamericano no es precisamente la crónica de una felicidad eterna. Ni mucho menos. "Mi sentimiento hacia Throwing Muses es de tristeza, porque durante años estuvimos luchando por un grupo que finalmente se fue al garete. Ellos son mis mejores amigos y aunque tenemos impresiones distintas sobre lo que nos pasó, no les guardo ningún rencor. Pero, eso sí, me quejo de la suerte que corrimos". Una suerte que no todos sus compañeros de generación -cumple treinta y cinco este verano- vivieron del mismo modo ("Lo cierto es que la escena indie americana funcionaba como una piña hasta el éxito de Nirvana. Luego todos se obsesionaron con vender discos y ya nada fue igual") y que, a pesar de los pesares, sigue gravitando en el centro de su particular universo creativo. Pero hay que felicitarla. Por sus buenas amistades ("Bob Mould a veces hace de niñera cuando yo no puedo quedarme a cargo del crío"); por su espíritu de compromiso reflexivo ("Yo no veo mi vida como algo relajado. El matrimonio puede ser algo aburrido a veces, pero no siempre es tranquilo y en mi caso a menudo es un campo de batalla. Tengo un hijo pequeño con fuego en el cuerpo, que no para ni me deja parar. Todas estas cosas me mantienen alerta y según pasan los años cada vez hay menos calma. Cuando era más joven vivía el rock and roll, bebiendo, durmiendo en cualquier lugar... daba todo igual y ahora es al revés. Cada vez todo es más intenso") y, sobre todo, por haber tenido la entereza de grabar un disco como éste.
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