Los periodistas son personas normales, muy normales, a las que les pasan cosas especiales. Juan Cruz es una reputadísima firma, ya septuagenaria, rebozada de cargos de despacho y premios. Pero cuando paseaba la pluma en El País era, en argot golfístico, un cóndor: de los que consigue la emoción siempre bajo par, con lo mínimo. En 2004 firmaba un artículo sobre Rafael Azcona, el guionista más premiado de los Goya (“La escopeta nacional” o “Belle époque”), que mostraba a partes iguales la genialidad del logroñés y la hijoputez de dar con un buen texto. Dos décadas después, Guillem Gisbert, otro amante de un buen patt letrístico que jamás pisó el verde, ha dedicado –a los periodistas les pasan cosas especiales– una canción a aquella anécdota de Azcona, reconstruida a su vez por Cruz. La original, “El hombre que hacía volar los aviones”, está más adornada que la versión musical, “Un home realitzat”. ¿Pero qué carajo hace el barcelonés eligiendo ese texto para su nuevo “Balla la masurca!"? Lo mismo que en el resto de once relatos que componen la vuelta del hasta ahora cantante de Manel: trabajar la nostalgia, la magia de la pirueta artística, la melancolía y –claro– el amor, pero con la historia por delante. Con oficio. Como hizo Azcona. Y Cruz. Como sólo los mejores saben, bien rodeados (producen Anxo Ferreira, Jordi Casadesús, Jake Aron, El Extintor o La Ludwig Band), sin importar mucho la forma, pero dejando sangre sin que quede mancha. Guillem Gisbert no escribe canciones, las echa a volar.
Gracias a “Miracle a Les Planes” he entendido que los dos estudiamos en la Universidad Autónoma, la que está a las afueras de Barcelona. ¿Periodismo?
Sí. Estaba bloqueado de miedo y me arrastraba por la Facultad. Me puse a estudiar Historia del Arte también; busqué alternativas. En fin, la carrera la acabé. Ir de tardes añadía algo de dramatismo al tema. La oscuridad de las nueve de la noche…
"Al final te das cuenta de que la felicidad está en un lugar diferente de la pulsión del joven"
Recuerdo aquel frío. Fúnebre.
Había una ansiedad extraña en las tardes. Los había que no la vivían. Me juntaba con los de mi cuerda. De ahí esas bajadas en el ferrocarril. Aquello me formó.
Tú en la canción planteas: “qué quedará de todo esto que hablamos”. De aquellos sueños juveniles. Ahora ya podemos saberlo.
Especialmente si eres de letras, ese joven espera de la vida algo especial, un gran gesto. Al final te das cuenta de que la felicidad está en un lugar diferente de la pulsión del joven. Si a mi yo de diecisiete le hubiesen contado lo que he vivido, hubiese sido muy feliz. Pero a mí me gustaría decirle a esos chavales que eso tampoco me ha hecho más feliz. Las obsesiones juveniles sobre la profesión, del mundo de la cultura de ser alguien, una vanidad muy infantil. A mí, aquello me pudo, me complicó la vida.
¿Eso ya pasó en los primeros discos de Manel? ¿Buscabas ese gesto?
¡Tenía veintisiete años! En términos de ese joven… ya había claudicado. Trabajaba en comunicación de una editorial, promocionando libros. Y estaba contento. No era algo que me resultara horroroso, no creo que lo hiciera muy bien, pero hice amigos que todavía conservo. Los primeros discos de Manel no eran muy pretenciosos, eran canciones pequeñas y escritas por alguien que no sabía que se ganaría la vida con ello. Conectaban con una forma de vivir la canción muy del indie o de la edad, no sé; vinculada al amor, a la emoción real. Me metía en ellas. Cuando adoptas un oficio vas haciendo cosas más cerebrales. “Miracle a Les Planes” no la podía haber escrito en ese momento. Es muy de cuarentón. Pero en todo caso, con el primer disco no había preocupación. Y después, bueno, todo era muy a escala de aquí, no tenía miedo de tener que buscarme un trabajo. Si pasara, no sé cómo sería la manera de ser una persona más feliz. ¿Tener un horario y hacer una cosa que te ordena, es mejor que estar en tu casa dándole vueltas a tus cancioncillas? En muchas cosas supongo que sí.
¿El siguiente paso tras Manel ha sido por rutina, por oficio?
He encontrado un oficio que me gusta, que me encaja. En aquel momento, en aquel ferrocarril, este oficio no era algo que formase parte de mis sueños no confesados. De forma natural lo he ido haciendo. Y ahora ya no podría hacer ninguna otra disciplina artística. Tengo un oficio y mi cerebro se activa ante estímulos, ante ideas, ante melodías. Con la edad, tu lugar en el mundo se va concretando de una forma que para alguien de diecisiete sería horrorosa. Ahora estoy tranquilo, a gusto, satisfecho, agradecido. Y a la vez no sé si será lo último que publique. Iremos haciendo poco a poco. Hay días que me planteo qué hago, cuando tengo una dificultad. Nos pasa a todos, tener una imagen idealizada del otro. Porque me dicen mis años que sí, que ya, ya, que si tuviera un horario fijo me quejaría por otra cosa. Y sí. Otra cosa que les podemos decir a esos niños del vagón de tren es que lo que ellos piensan que les salvará no lo hará. La lucha por la satisfacción de uno mismo no se acaba. Y tiene que ver con el carácter. Si tienes una línea más ceniza y pesimista, la mía, hagas lo que hagas, verás pegas. Si a ese niño le dices lo de mis quince años como cantante, diría “¡Anda!”. Y yo le respondería “No ha sido tan ¡anda!”. En mis canciones acaban saliendo las bambalinas, cómo vives cuando te subes a un escenario, por qué te subes. Aquello que desea la persona vanidosa de forma infantil, si se le da, no le soluciona la existencia. Sólo te salva el oficio.
¿El oficio?
Para mí, ahora, una buena crítica musical es una conversación con alguien a quien le gusta algo parecido a lo que le gusta a mí. Con veinte años eso es la validación. A mí si alguien dice algo bueno o malo… Yo ya lo habré pensado, estaremos de acuerdo o no, pero no me desestabilizará. De joven me legitimaba. Porque alguien con quince años más me decía quién valía y quién no. Ahora esa gente, ese alguien, ¡soy yo! No hay una autoridad a quien complacer. De eso habla “Balla la masurca!”. Me gustan las canciones, me gusta escucharlas. Yo hago canciones en las que la lengua pesa, pero no sé hasta qué punto podría hacer prosa. Soy nervioso, me gusta salir a caminar, y a partir de aquí pienso en las letras. Porque la pantalla en blanco y la cosa física… ¡Sería un reto! Expresar un párrafo en prosa o en una canción es muy diferente. Para mí escribir con mis tres amigos era muy normal, y pensé “¿Qué pasa si lo hago con otra gente que me gusta lo que hacen?”. Y no dudé en que era el paso que me apetecía. Ahora, en la promo, veré la diferencia entre grupo y solista. Ahora hay una soledad.
“Dar el producto acabado es un regalo que hace el artista al público”
¿Ha sido un reto contactar con esos artistas?
Hay una experiencia personal que tiene que ver con conocer a gente. Yo de natural no soy muy sociable. A priori no conozco a gente todo el rato. A Anxo le mandé un mail, le hice alguna llamada, y un día me fui a Madrid. Y nos pusimos a trabajar. El grupo, pues depende del grupo, pero nosotros éramos un equipo compacto, y está bien que un grupo sea compacto, lo necesita, es autosuficiente. Ahí no hace falta más gente. Y eso nos ayudó a ser una piña. Ahora era lo contrario. El artista en solitario necesita mucho más a la gente: en la producción, en la opinión, etcétera. Yo no soy un gran músico, necesito trabajar con músicos. Yo estaba acostumbrado a ponerme a trabajar con mis amigos de toda la puta vida. Con Roger somos amigos desde los catorce. Trabajar con gente que acabas de conocer, da vidilla.
¿Te dio vidilla en lo musical? Yo creo que las historias las has armado, pero en la producción te has dejado llevar.
El disco es denso. Con Manel fuimos aprendiendo que una canción tiene una estética, pero cuando yo estaba rígido, el resultado era peor que cuando jugábamos. Tener el ánimo abierto es importante. Sino para qué trabajas con gente. Y en la producción, en general estoy abierto. También sé qué puedo pedir y qué no. Sabía que Anxo estaba con Sen Senra y que era guay que estuviese abierto a ello, igual que sé cómo le suenan los sintes de David Soler y Marcel Bagés. En cuanto a lo de las canciones armadas, yo tenía miedo…
¿Qué miedo?
Que en algunos casos estuviesen sobretrabajadas. Porque claro, vas cagado con los productores, y la forma de calmarte es hacerlo muy bien antes de estar con él. Se podría hablar hasta qué punto las canciones huelen demasiado a trabajo o no. Ni me gusta ni me disgusta. Ninguna de ellas es “My Way”…
Hay una dylaniana, ¡eso sí!
“Les aventures del general Lluna” colaboraron los de La Ludwig Band, y hay unas estrofas que son muy Dylan. Mucho
En todo este follón de productores diferentes y tal, ¿querías encontrar un punto común en las cosas o te daba igual? Porque los singles no tenían nada que ver unos con otros.
Trabajar con productores diferentes, entre Anxo, David y Marcel, La Ludwig, Casadesús, Jake Aron… La variedad es parte del disco. Pero el riesgo es el pastiche. Yo hice esto como experiencia vital, para ver otras formas de trabajar. Yo era muy Dylan, y me gustaban mucho The Magnetic Fields, pero llegó un punto cuando se fundieron la música comercial yankee sin renunciar al mainstream… Taylor Swift, Beyoncé, Kanye West, industria y mucha imaginación detrás, ¡eso me interesó mucho! A mí me gustaría, como Taylor, tener a mi Jack Antonoff [productor]. He buscado unos cuantos Antonoff. Desde mi lugar, desde mi pequeña industria, yo quería probar algo así. Controlar a esa gente trabajando, sumando talentos, y yo como denominador común. Cuando das un producto acabado, eso tiene una fuerza. Si el público viese el proceso… y todas las cosas que no fueron… Cuando hacía mezclas apunté una frase: “Dar el producto acabado es un regalo que hace el artista al público”. ¡Libramos al público de todas las opciones! [risas].
¿Y tus amigos, Manel, en qué han quedado? ¿Los ha hecho partícipes?
Debía hacer el proceso sin su ayuda. Si la pedía, me la darían, pero me he frenado para no hacer trampas. Han intervenido, ¡claro! Con Roger hablo cada día. Martí hace de manager; con su hermano llevamos las redes. Con Arnau fui a grabar voces. Pero iré con otros músicos. No tengo perfil de salir solo al escenario.
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