Cualquiera pensaría que veinte minutos no son nada. Una partida al Fornite, una aventura gástrica mal gestionada. Pero cuando sólo has vivido –cálculo chapucero– 8.935.200, unos diecisiete años, la cosa cambia. Si eres Billie Eilish y estás inserida de lleno en la industria musical, aún sin tener edad legal para comprar alcohol, entonces cada segundo cuenta. Tal vez por eso esta conversación se da en el peor de los escenarios: un encuentro compartido con cinco periodistas, veinte minutos entre todos. Traducción: prácticamente una sola bala por interrogador. Además, con cerca de hora y media de retraso: Eilish tiene fiebre. No miente. Su cara luce más pálida que la tiza y su pelo, decolorado a blanco, hace todavía más inquietante el gesto. “Quería atenderos, aunque fuera menos rato”, sostiene una persona de su equipo. Una de las diez que nos rodean toda la charla. Cámaras inclusive.
Por descabellado que parezca el contexto, nadie quiere perderse sus palabras en el debut en Barcelona. Las expectativas son altas, sobre todo en la noche, cuando presentará sus oldies, quién diría que alguien tan joven puede tener ya canciones antiguas, en directo en el Sant Jordi Club. La gente espera realmente el contenido de When We All Fall Asleep, Where Do We Go?, su primer disco, pero pese al sold out, se ciñe a la estrategia: no suelta prenda de las novedades durante el bolo.
Eilish relega a la entrevista, cuya fecha de publicación está embargada por contrato, todas las explicaciones de su nuevo material. Es parca hasta con la colaboración reciente con Rosalía (no incluída en el álbum). “Su voz suena a mantequilla derretida. [Sonríe] El tema suena a las dos. Tengo ganas de volver a casa y trabajar en él”.
Los periodistas han tenido menos de cuarenta y ocho horas para escuchar su disco. 2.880 minutos. Pocos. Irrisorios para desmenuzar semejante telaraña. Un largo astuto, a ratos narrativo (las tres últimas rezan Listen Before I Go, I Love You y Goodbye), puede que incluso conceptual. Un disco, en todo caso, con cadencia, bien amasado. “Queríamos que estuviese todo fresco y reciente. Fueron una gran influencia The Beatles, que hacían todo el álbum en un par de días. En uno de estos, la última canción que grabaron fue Twist And Shout. En ella, las voces suenan tan raras: sientes que habían trabajado todo el día en el disco”. When We All Fall Asleep, Where Do We Go? vive ese degradé, se apaga hacia el final.
El cedé de la californiana hace de lo paradójico algo aparentemente sencillo. El conjunto está cohesionado. Pero los temas se valen, para gustar, de una disrupción paranoica. “Seguimos trabajando en la habitación de mi hermano, sí. Si funciona, ¿porqué cambiarlo?”, apunta, sobre el método de elaboración.
“Quería que fuese cohesivo, pero no un proyecto con la misma canción una y otra vez”, explica también. Eilish ya había dado buena cuenta en su corta carrera de lo capaz que era de combinar el emo, las canciones melódicas, con la electrónica furtiva. Con sonidos urbanos de todo pelaje. Lo que no habíamos visto es que cada pieza, por sí misma, pudiese volantear hacia cada uno de esos géneros. Y sin riesgo de apearse de la carretera. Los virajes son la magia del largo, un disco llamada a despertar a la otra mitad del planeta, la que todavía no tiene a la joven en el radar.
De sus casi nueve billones de minutos vividos, debería haber invertido más de la mitad en dormir. Así lo hacemos todos. No es su caso. Está afectada por el insomnio y la parálisis del sueño desde temprana edad. También de forma precoz decidió convertir sus pesadillas en música. Quién sabe qué hubiese sido de ella sin unos padres actores y un hermano productor, su –sic– “mejor amigo”, Finneas. “He tenido sueños horribles que me han cambiado la vida. Y he tenido sueños que son espectaculares y que me dio pena que se terminaran. Es raro no ser capaz de escoger. Te tienes que meter ahí y gestionarlo”. Cuando la cantante habla de sueños y realidad, lo entremezcla. De ahí parte la magia de su universo.
Su estética, a caballo entre un personaje de Pesadilla antes de Navidad (93) y uno de Final Fantasy (87), y su forma de comunicarse en redes (pocas sonrisas), ha conectado con los zetas, y algún millennial, de medio mundo. Eilish es una ídolo adolescente con voz propia. Y, claro, está enfadada. La rebeldía traspúa más allá de las calaveras en forma de anillo que decoran sus dedos, las cadenas que tintinean en su cuello. Es una Avril Lavigne capaz de colar glitch en su pop lúgubre. Si bien despacha sobre todo, hay temas delicados. Ya no quiere ni desmentir la posible homofobia del título Wish You Were Gay, uno de sus últimos adelantos. El trecho que no anda entre fantasmas, prefiere invertirlo en su música. Le pese a quien le pese. Quién no ha pensado, a su edad, que el tiempo se escapaba entre los dedos.
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.