859 páginas. ¿En serio? Y tanto. Lo primero que pensé es que esto era un desbarre. Una antológica rayada. Una completa ida de olla. Un exceso. Te pueden haber gustado mucho El Niño Gusano. Es más, te deberían haber gustado mucho. ¿Pero quién dispone de tiempo para endilgarse semejante tocho? Yo mismo pensé que me costaría, pero no. Tan pronto me puse con él, no hubo vuelta atrás. Se convirtió en una adicción. Y lo finiquité en diez días. No tuve más remedio. Hasta me sabe mal – por su autor – que 25 años de trabajo se digieran en menos de dos semanas. Igual no es justo. Es una novela, pero no se parece a ninguna otra. Es también la semblanza autobiográfica de un grupo que no existe, pero no tiene absolutamente nada que ver con ninguna autobiografía musical ni artística que puedas imaginar. Si añoras la irrepetible alquimia que brotaba cada vez que Sergio Algora, Sergio Vinadé, Mario Quesada y Andrés Perruca (Zaragoza, 1971), el autor, se juntaban sobre un escenario – tan similar a la de sus reverenciados Pavement, esa sensación de maravilloso caos, de caminar siempre al filo del precipicio, de ser mucho más que la suma de sus partes, de encarnar algo superior a ellos mismos –, este es tu libro. Es lo más parecido a revivir aquella experiencia. Esa misma magia.
Imaginativo, docto, pormenorizado, evocador, descacharrante, tierno, vigoroso, emocionante. Puedo agotar el arsenal de calificativos y aún así me quedaría corto. El batería del Gusano Loco (me encanta que se llamaran así a sí mismos) y actual gestor cultural despliega un amplísimo repertorio de habilidades narrativas – hay más de 500 notas a pie de página, algunas ocupando varias páginas por sí mismas: la mayoría no tienen desperdicio, como cuando habla sobre las baladas, sobre la insondable colección de discos que escuchaban en su bar, El Fantasma de los Ojos Azules, sobre su escapada en solitario al País Vasco o ese enciclopédico repaso a canciones que se parecen a otras canciones o a otros estribillos – a lo largo de 67 capítulos que se corresponden con todas y cada una de las canciones que el glorioso cuarteto maño grabó entre 1993 y 1999. Todos y cada uno de ellos guardan, por cierto, un guiño a Sr Chinarro. La suya era una química que, a diferencia de la de Los Planetas, nos cuenta, no brotaba del sufrimiento, sino del alborozo, de las pasiones compartidas: ellos habían venido a jugar. Y bien que lo disfrutamos. Muchos os veréis reconocidos en estas páginas. En los bolos que rememora, en las anécdotas que desgrana, en las alucinantes situaciones que recrea. Es puro niñogusanismo.
El libro se guarda la carta de la segunda persona, cómo no, para el inimitable Sergio Algora (1969 – 2008). El mago, el poeta de la bragueta, el tipo que expedía luz y hacía mucho mejores a quienes le rodeaban. Él es el destinatario último. El culpable de que su amigo Andrés remate tan monumental tributo a la música pop, a la amistad y a la juventud eterna, con toda probabilidad el libro musical del año en España, con un dilema trascendental: ¿es posible que aún vivan, de algún modo, aquellas personas que protagonizan nuestros sueños con una imagen distinta a la que tenían en vida? Muérete y verás.
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