Existía una lógica expectación por el nuevo libro de la argentina Mariana Enríquez, después del éxito internacional de su novela, “Nuestra parte de la noche”, uno de los libros en español que han marcado el rumbo de la literatura global en lo que llevamos de siglo. Vuelve al relato, el género que le brindó su primera fama, gracias sobre todo a dos recopilaciones –“Los peligros de fumar en la cama” y “Las cosas que perdimos en el fuego”– ya prácticamente míticas. Aunque hallamos, entremezclados, algunos textos más débiles, en “Un lugar soleado para gente sombría” hay bastantes cuentos excelentes como para que ninguno de los seguidores, que ya son legión en buena parte del mundo, se arrepienta de adentrarse en su lectura.
Si por algo destacan las obras de terror de Enríquez es por haber sabido aprovechar a su favor, como subtexto e impulso narrativo, los aspectos más oscuros de la historia de su país. Por ejemplo, la dilatada mitología que sustenta “Nuestra parte de la noche” no puede entenderse sin la experiencia terrible de la criminal dictadura argentina, con el fenómeno de las desapariciones, algo que supera el horror de cualquier ficción. En la nueva colección de cuentos nos hemos desplazado hacia adelante en el tiempo. Y nos encontramos, casi, en el presente: en la interminable crisis que sacude la Argentina, con todas sus secuelas y desastres. Lo que es particularmente visible en el primer relato –“Mis muertos tristes”– en el que se nos sitúa en un típico barrio de la sufrida clase media en el que el miedo a ser “invadidos” por los pobres y marginados, en un momento en el que la delincuencia está disparada, tiene unas consecuencias funestas, devastadoras; las víctimas se convierten en fantasmas como recordatorio a los vivos de su responsabilidad en su suerte. Es un texto que nos remite al célebre “Casa tomada” de Cortázar, aunque aquí la lectura política es aún más evidente.
También la crisis argentina es el telón de fondo del último cuento del libro “Ojos negros” que nos presenta una amenaza tan letal e imparable como la de la película “It Follows”, aunque de una naturaleza muy distinta; y en el muy divertido “El artista local”, en el que una pareja se topa con un escenario lovecraftiano durante unos días de vacaciones en la pampa. Los terrores asociados a las nuevas tecnologías aparecen en el estremecedor “La mujer que sufre”, en el que la narradora se ve atrapada, entre la fascinación y el horror, por una serie de misteriosos mensajes que llegan a su móvil, que le van describiendo la destrucción física de una desconocida; y en el estupendo relato que da título al libro, donde nos movemos a Los Angeles, pero el foco narrativo continúa siendo la pobreza –esa pobreza y locura que se encuentra con tanta facilidad en las grandes urbes norteamericanas y que tanto impresiona a los visitantes de otras latitudes– que sirve para enmarcar el caso de Elisa Lam (una estudiante canadiense que falleció en circunstancias bastante inexplicables en 2013 en el angelino hotel Cecil), convertido ya prácticamente en folclore de nuestra época.
Hay dos cuentos que sobresalen sobre el resto, y que merecerán estar en cualquier futura antología de la obra de Enríquez: “Los pájaros de la noche”, una soberbia narración gótica sobre dos hermanas, afectadas por extrañas enfermedades, y una odiosa abuela que ejerce como matriarca de la familia, que discurre con una intensidad hipnótica, como una especie de oscuro poema en prosa, en un estilo que no es el habitual de la autora; y el muy lúgubre “Cementerio de heladeras”, que culmina en un final perfecto. Perfectamente aterrador.
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