Recientemente concluía Raquel Peláez un texto (otro más) dedicado al fenómeno hipster autoinculpándose del delito que ella misma denuncia: “Ni pijos ni hipsters admiten jamás ser tal cosa. Así que es probable que usted y yo seamos una de las dos cosas. Eso sí, jamás lo admitiremos”. Es curiosa la actualidad de un ¿debate? que parecía no dar más de sí cuando hace un par de años Ilegales cantaron aquello de “Morir no me da miedo, no ser vanguardia sí, la muerte es tan antigua que no tiene valor…¡Porque soy hipster!”. En una demostración de lo atinado de la frase de Sartre según la cual “el infierno son los otros”, el análisis sociológico de ese fenómeno hipster sigue generando literatura y causando furor en internet.
Al igual que Víctor Lenore, autor del primer “gran manifiesto anti-hipster”, Iñaki Domínguez se muestra arrepentido de su pasado “moderno”. Este filósofo de carrera y doctor en Antropología Cultural se muestra dispuesto en su primer libro a purgar los excesos del pasado entonando un mea culpa en forma de análisis de la plaga de los pantalones de pitillo, las barbas pobladas y las bicis de piñón fijo. Barcelonés fogueado en Malasaña, sin duda sabe de lo que habla, lo que unido a un estilo ágil y por momentos un tanto hijoputesco -aunque no por ello menos plagado de referencias académicas y llamadas a los totems de la alta cultura que lo mismo recurre a la Escuela de Frankfurt que a John Carpenter- hace de estas 160 páginas una lectura ágil y con sustancia más allá de sus conclusiones o incluso del evidente oportunismo del tema a tratar.
Un poco en la línea de ese texto de Raquel Peláez al que me refería antes, Domínguez abre su declaración de intenciones asegurando que “nadie debe darse por aludido ya que todos en ese caso deberíamos darnos por aludidos”. Es un buen punto de partida que resume lo fallido de la fiebre actual por el análisis de la cosa hipster. Quien más quien menos todos en algún momento de la vida hemos sentido la tentación de soltarle un guantazo a un individuo al que no conocemos de nada y a quien juzgamos única y exclusivamente por su aspecto. No es desde luego algo de lo que sentirse orgulloso y en el fondo de esa actitud -que por fortuna suele curarse con la edad- late ese odio por lo diferente que es causa de buena parte de los males de este mundo. La ridícula “guerra” contra los hipsters reproduce en buena medida lo que está ocurriendo hoy en el terreno de la política: peligrosos juicios de valor sobre determinados segmentos de la población que, ironías de la vida, al mirarse al espejo resultan aquellos mismos desde los que se ejerce la crítica. Son ejercicios de narcisismo que potencian un mundo cada vez más desconfiado y dividido. Más allá de la facultades de Sociología, que están haciendo su agosto con el tema, el perjuicio es evidente: estas actitudes supuestamente bienintencionadas provocan lo contrario de lo que persiguen. ¿Springsteen o Coldplay? Que te vote tu p**a madre...
En el caso que nos ocupa hay que decir que “Sociología del moderneo” podría ser un libro infinitamente más valioso si su planteamiento pasase por analizar las dinámicas generales de la sociedad juvenil de nuestro país en el contexto actual en vez de apuntarse a la tesis conspiranoica del hipster como causa de los males que nos asolan (que no son pocos). El retrato de Domínguez se escapa entre los dedos en su intento de definir una paradoja: lo “moderno” es mayoritario (planteamiento necesario para justificar el porqué de tanta atención) y al mismo tiempo se circunscribe a una supuesta élite. Así, “la identidad del moderno se caracteriza o define por representar lo más innovador en el mundo del ocio, consumo y estética” (pág 13) y “en España la idea de un sujeto como encarnación de lo moderno solo cobra importancia a partir de los últimos años del franquismo” (pág. 11, lo que enlaza con otro de los textos fundacionales de esta nueva ola crítica, el libro colectivo “CT o la cultura de la transición”). Los modernos “quieren ser contemplados como seres socialmente diferenciados” (pág 13) y “muchos visitan Portugal o Islandia no por curiosidad real, sino para adquirir identidad” (pág. 44). “En el plano cultureta sus lugares de referencia son La Casa Encendida, Tabacalera, Matadero o Mercado de Motores”. Además, buscando sus raíces en el siglo XX, en los noventa “The Chemical Brothers y Prodigy se convirtieron en referentes de lo que molaba” (pág 31) y el abuelo hipster de todos ellos sería Ramón Gómez de la Serna (pág 17).
Una vez construido el Frankenstein que nos aportan todos estos datos encuentro dos opciones posibles. O bien que, en su intento por crear un “caso”, a Domínguez se le ha ido la mano y confunde a quienes comparten en facebook las fotos de sus vacaciones con el alto porcentaje de urbanitas (¿todos?) que de cuando en cuando pisan un museo, intelectuales cuñados, intelectuales de peso, festivaleros de temporada, festivaleros de pro y habituales del Zara y el H&M, en un batiburrillo con el que dista mucho de atinar el tiro. O tal vez a quien el autor se refiere es al “imbécil” clásico, el gilipollas de toda la vida, ese más preocupado por lo que el mundo opina de él que lo que él mismo piensa a propósito del mundo que le rodea. En este segundo caso, de verdad, dudo que la cosa dé para un libro y mucho menos para elaborar teorías sobre su posición privilegiada en la sociedad de nuestro tiempo.
También tiene tiempo “Sociología del moderneo” para hacer su particular loa a la espiritualidad perdida. Otro punto, el de la encendida defensa de las religiones, en el que curiosamente coinciden la mayoría de los textos que tratan el tema del “moderneo”. “La religión daba sentido a la vida neutralizando relativamente la angustia existencial de las personas”; “Fruto de ese ajetreo, de esa huida, encontramos el moderneo, que busca construir una identidad unida al consumo y el gasto” (pág 12). Cualquiera diría que la solución que plantean estas relecturas neo-marxistas es cambiar la alienación consumista por otra cuyos métodos y consecuencias aún son de infausto recuerdo para -no hará falta acudir a otras religiones tanto o más opresivas que la nuestra- muchísimas personas en nuestro país.
Como decía antes, hay aciertos en el análisis de Iñaki Domínguez cuando su texto se interpreta más allá de esa presunta conspiración de consumidores de cupcakes. Por ejemplo, cuando aporta datos sobre la migración desde las provincias hacia los grandes núcleos urbanos, y los cambios inevitables que eso tiene en la fotografía de las ciudades y barrios como Lavapiés o Malasaña. También a la hora de hablar de la precarización laboral en una serie de profesiones “liberales”. O incluso en su descripción de una sociedad orientada al consumo: en el corto trecho de lo que llevamos de siglo XXI hemos asimilado conceptos como la “obsolescencia programada”, interiorizado la necesidad de vivir atado a un móvil e incluso aceptado la absoluta ausencia de intimidad que ello conlleva, hasta el punto de convertirnos en la que posiblemente sea la sociedad más paranoica, controlada y, en consecuencia, anulada de la Historia. Sorprende también en ese sentido el elogio encendido del autor a internet en las conclusiones del libro: “El horizonte ante el que nos encontramos y la multiplicidad casi infinita de alternativas nos ofrecen la posibilidad de ser más libres”. Permítanme que muestre mi pesimismo al respecto.
Cerrar este comentario con otra reflexión extraída del libro: “El pensamiento dogmático tiene una consecuencia social evidente que domina los tiempos actuales: el conformismo. Todo aquel que cuestione la realidad es tildado de intolerante o criticón”. Cierto es. De ahí lo indeseable de volcar nuestros reproches sobre un colectivo, independientemente de que esté más o menos (como es el caso) definido. Para hacer de este mundo un lugar un poco mejor el infierno nunca deberían ser los demás.
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