Nacida en París en 1969, Valérie Mréjen ha publicado numerosas novelas breves, entre las que se encuentran “Mi abuelo”, “Eau Savage”, “Tercera persona” o “Selva Negra”. Pero, además, es artista visual, lo que cobra especial relevancia a la hora de hablar de su último libro, “La joven artista”, en el que la escritora toma como material de partida su propia formación como artista, desde la prueba de acceso a la escuela de arte hasta sus primeras exposiciones, pasando por todo el proceso en la escuela junto a/contra sus compañeros.
Y es que “La joven artista”, a la vez que intenta acercarnos a la pasión que la propia Mréjen sintió, y que tantos creadores sienten en sus primeros pasos, también nos lleva a todo lo feo que hay en el mundo del arte. Que es mucho. Las envidias, el postureo, la hipocresía, la frialdad... todo ese “sálvese quien pueda” inunda una industria en la que es difícil hacerse notar y, por tanto, conseguir vivir de ello. En la que, aunque alguien no viva de ello porque tenga la suerte de contar con otra fuente de ingresos o con un colchón de clase, seguirá queriendo hacerse notar como sea, porque le guía algo que, como aprendimos con Walter White, puede ser aún más poderoso que el dinero: el ego.
Es una pena que, con un terreno tan potente que explorar, “La joven artista” se quede desangelado, principalmente por la narración elegida, con la que el tiempo avanza rápido pero, paradójicamente, resulta todo más lento, alejándote todo el tiempo del relato. Todo parece ser parte de una introducción que solo termina cuando termina el libro, acercándose más a un artículo o un pequeño ensayo que a una novela, y haciendo muy complicado conectar con su protagonista, o con cualquier otro personaje (“¿los hay?”, podría ser una pregunta).
Hay buenas ideas y buenos momentos en “La joven artista”, y no cabe duda de que hay una buena historia real detrás, pero da la sensación de que Mréjen no ha sabido sacarle partido a sus propias experiencias, entregando algo bastante aséptico, y que solo se rompe cuando quiere ser un poco ácido con el sistema que rodea a la industria del arte. La cosa es que, además de ácido (algo que igualmente consigue a medias), esta historia ganaría enteros con otros sabores, con sabor dulce o con sabor amargo, pero con algo de sabor respecto a lo que se nos está contando.
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