Una drogadicta. Una devora hombres cuyo mayor mérito para protagonizar titulares fue haberse cepillado a Alain Delon, Bob Dylan, Brian Jones, Jim Morrison o Iggy Pop. Menudo historial. Una mercurial descerebrada. Incluso una nazi. En el mejor de los casos, una figura decorativa en el legendario primer disco de The Velvet Underground, en cuyo título figuraba. Pero no con la suficiente hondura como para ser incluida junto a ellos en el Rock And Roll Hall Of Fame en 1996. Tampoco como para que su ciudad natal, Colonia, le dedicara una calle a título póstumo: se había metido en vena lo que no estaba escrito. ¿A quién se le ocurre, formando parte del circo del rock and roll? Estos fueron algunos de los estigmas que siempre persiguieron a Christa Paffgen (1938-1988). O sea, Nico.
El desdén, el encasillamiento obtuso y simplista o el rosario de topicazos alrededor de su estatura creativa siempre han casado francamente mal con su influencia a largo plazo: pregunten a músicos que la han tenido siempre comox un mito, caso de Morrissey, Henry Rollins, Bauhaus, Mark Lanegan o el mismo Lou Reed, quien la humilló personalmente de forma miserable pero nunca le denegó la categoría de su arte. Pregunten también a Siouxsie Sioux, Lydia Lunch, Linder Sterling, Lene Lovich, Kendra Smith, Gemma Ray, Anna Calvi o St. Vincent, para quienes la germana fue una influencia evidente. Por eso era tan necesario este libro, publicado originalmente el año pasado a través de Hachette y ahora editado en castellano por Contra, con encomiable traducción de Gabriel Cereceda y no menos encomiable prólogo de Rafa Cervera, perfecto por cómo introduce y contextualiza.
Porque hubo una Nico que es la que casi todo el mundo conoce, la que emergió como modelo de postín y sirvió de aderezo mediático a The Velvet Underground cuando estos aún no eran nadie. Pero hubo otra Nico mucho más opaca para el gran público pero mucho más interesante, la que se enganchó al jaco, sí, pero facturaba discos tan inimitables como “The Marble Index” (69), “Desertshore” (70) o “Camera Obscura” (86), en los que John Cale, uno de los pocos hombres que siempre la respetó y ayudó, asistió como productor. Nunca tuvo nadie que la auxiliara para encaminar sus pasos como artista en una dirección determinada, ni ella supo cómo hacerlo ni tampoco aceptó demasiados consejos una vez se hizo inseparable de su armonio: se negó a plegarse al cancionero de Kurt Weill cuando se lo pidió James Young, prueba de que no se conformaba con el estereotipo de Greta Garbo o Marlene Dietrich del pop, pese a que lo favorecía su perfil de vestal neogótica que ya renegaba como de la peste de la deslumbrante belleza de su juventud.
Por eso es tan importante un libro como este, en el que la periodista Jennifer Otter Bickerdike agrupa todas las piezas del puzle para dar con su más complejo retrato, recurriendo a todas las fuentes a su alcance: su propio diario, sus productores y managers, sus familiares y amistades y los libros hasta ahora publicados en torno a su amargo trayecto. Cálidamente acogida en el ambiente musical de Manchester durante los ochenta, olvidada por Warhol y toda la troupe de su Factory durante su ocaso y muerte, siempre marcada por una infancia y adolescencia traumáticas en la Alemania nazi (viendo a los judíos camino de los crematorios, violada por un soldado yanqui), la historia de Nico tuvo al abrupto final que todos conocemos en Ibiza, una isla a la que ella misma parecía querer ligar su destino, y merecía un ejercicio de periodismo tan riguroso, exhaustivo y absorbente como este.
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