No era fácil: ya había unos cuantos buenos libros en el mercado desde hace tiempo – los de Denise Sullivan, David Buckley o Tony Fletcher: el último es el único que recuerdo con traducción al castellano – y este ni siquiera contaba con nuevos testimonios de Stipe, Buck, Mills y Berry. Los cuatro R.E.M. le dieron su bendición y colaboraron, pero no quisieron hablar. Ni mu. Catorce años después de su disolución, ya no había más chicha en primera persona. Con todo, esto es ejemplar. Carlin había demostrado su maestría en terreno biográfico con sus repasos a las carreras de Paul McCartney, Bruce Springsteen o Brian Wilson, pero "Este grupo se llama R.E.M." (2024) es de doctorado.
Y lo es porque el autor se revela como una especie de sujeto omnisciente que podría haberse conformado con tejer una historia oral con toda la gente del entorno de la banda sureña a quienes ha entrevistado, pero lo que aquí nos muestra se lee casi como una magnética novela. No me imagino un relato más completo e íntimo. Y es mucho más, desde luego, que un diario de giras y conciertos, pese a que la carretera vaya ganando peso en su último tramo y el magnífico detalle de la Athens de los primeros ochenta se vaya diluyendo a medida que se suceden las páginas: qué menos. Los cuatro perfiles biográficos son modélicos, por ejemplo. Van goteando su pormenor de forma muy bien dosificada. Y el balance con el desglose de su obra es equilibradísimo, dejando por el camino un periodismo – o incluso literatura – musical de quilates. Estupenda traducción de Tito Pintado (Penelope Trip, anti, Telefilme), por cierto.
En el fondo no deja de ser una parábola sobre las contradicciones de la fama cuando se afronta sin dañar la integridad. R.E.M., no solo la mejor banda de rock de América en 1987 (como rezó su primera portada de Rolling Stone), sino la mejor banda de rock del planeta entre 1986 y 1992 (con permiso de Pixies), mostraron “la cara aceptable de lo inaceptable”, en feliz definición de Peter Buck. Sobrevuela incesantemente a lo largo de estas casi 500 páginas la sombra de su primer bolo en aquella iglesia de Oconee Street en la primavera de 1980 y lo mucho (o poco) que se distanciaron de aquella versión virginal. Y un compromiso ético que tuvo como efecto más radical el cortar por lo sano con Jefferson Holt, su manager de siempre: no cuento más por no spoilear.
Quizá podrían haberlo dejado un poco antes. Más o menos cuando Bill Berry se apeó. Quién sabe. Incluso antes, el notable "Monster" (1994) ya les mostró por vez primera persiguiendo sombras, y no proyectándolas. Pero aunque transigieran y acabaran haciendo muchas cosas a las que durante años dijeron que no (los playback, las ruedas de prensa fastuosas ante decenas de periodistas, los recopilatorios de grandes éxitos, algunos conciertos complacientemente corporativos: todo eso también está aquí), lo que nunca comprometieron es lo más importante: sus canciones.
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