Estamos en 1952, en Londres. Aún quedan muchas huellas de la 2ª Guerra mundial, pero una nueva generación ha llegado al apogeo de su juventud en un mundo en paz. Una mañana de un día laborable fría, lluviosa y oscura. Un joven sacerdote da misa –en latín- en una iglesia semivacía. Un grupito de devotos estudiantes universitarios católicos cansados y hambrientos (porque, por supuesto, han ayunado) asisten al servicio. Aquí hallaremos a nuestros protagonistas. Todos ellos son vírgenes y, más aún, poseen una inocencia en todo lo que se refiere al sexo que ahora nos resulta inconcebible, casi alienígena. Varios han llegado a la mayoría de edad sin tener muy claros los mecanismos de la reproducción humana. Hay, entre ellos, un gay, pero no se lo ha confesado a ninguno de sus amigos. Hay una chica que se convertirá en monja. Dos de los muchachos están enamorados de la misma mujer. Todos creen en la otra vida y en las penas del infierno y, sobre todo, en el pecado, en la necesidad de arrepentirse y ser perdonados por sus faltas. Son algo que, ahora, resulta una genuina rareza: católicos sinceros, fervientes.
Con una ironía perceptible casi desde la primera línea del libro, el autor del mismo seguirá sus tumultuosas andanzas a lo largo de las dos siguientes décadas. David Lodge se acoge a una de las tradiciones más distinguidas de las letras británicas, la comedia de clases, costumbres y sexos, un género que va desde el “Orgullo y prejuicio” de Jane Austen a “Las mujeres enamoradas” de D. H. Lawrence o “Una habitación con vistas” (o la muy reciente “La viuda embarazada” de Martin Amis). Se romperán parejas y amistades, se tendrán hijos, habrá muertes y decepciones. La fe de algún personaje vacilará y terminará quebrándose. De hecho, el omnipresente e ingenioso narrador no dejará en ningún momento de señalarnos la interacción entre los cambios sociales y las psiques de nuestros atribulados protagonistas. Tampoco se privará de incluir alguno de los tópicos más queridos por la narrativa británica, como es el viaje a Italia como excusa para el descubrimiento carnal.
Pero debajo del humor, de la sátira, hay como no podía ser de otro modo una vena mortalmente seria: Lodge nos relata los avatares de la última generación europea que sacrificó en el altar de la religión los impulsos del deseo, sus ansias de libertad. Si hubieran nacido apenas una década más tarde, se habrían encontrado de lleno con la revolución sexual de los sesenta y setenta, tal vez la única verdadera revolución del siglo XX (junto a la liberación de la mujer, a la que está íntimamente unida) que ha tenido de verdad éxito. Porque al final, como nos indica Lodge, no somos sino las víctimas de la historia y la sociedad en que nos ha tocado vivir.
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