Debe ser complicado llamarse Kae Tempest y no poder actuar en vivo. Cualquiera que haya vivido alguna vez la experiencia, sabrá de lo que hablamos. Hay un punto en este libro que es clave, cuando explica que online “no puedes sentir el cambio del que habla”, porque “Internet hace posible que la gente que se parece se encuentre, y eso es importantísimo, pero hace difícil que gente distinta entre sí contacte sin estar a la defensiva”. También recalca, unas páginas más adelante, que “hay una intensidad, una honestidad en las interacciones del directo, que una pantalla frustra de inmediato”.
Pocos artistas como Tempest saben que nada, absolutamente ninguna tecnología, puede suplir ese momento de íntima conexión con el público que tan bien se plasmaba en la recta final de sus conciertos cuando abordaba “People’s Faces”. Este es un libro nacido de las entrañas del confinamiento, y se nota porque con él Tempest ha querido hacer una hermosa reivindicación de la creatividad –musical y literaria, en su caso– como principal motor de esa empatía que siempre ha alentado su obra, y que durante el último año ha cobrado un significado tan especialísimo que va mucho más allá del mero entretenimiento: es abono para el alma. Por cursi que suene.
Influenciada por los escritos de Carl Jung, William Blake, Charles Bukowski o Barbara Ehrenreich, la novelista, guionista y compositora de Brockley se marca un primer libro de no ficción –un ensayo en toda regla, vaya– que anima al lector a mirar hacia dentro de sí mismo y a preguntarse qué es capaz de hacer por su comunidad (igual que Tempest se lo plantea respecto a su trabajo) desde un prisma no binario, que la lleva a rebautizarse como Kae y a emplear pronombres inclusivos –resulta extraño: a veces uno tiene la sensación de estar leyendo en bable– en lo que supone una oda al poder liberador de la creatividad como fuerza emancipadora, como una línea directa entre semejantes que sortea el ruido ensordecedor de las redes sociales, la multiplicidad de estímulos audiovisuales y la infodemia que nos asola.
Y todo con ese punto de osado idealismo que a veces puede parecer algo naïf, pero tan necesario resulta en estos momentos.
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