Siente uno envidia –sana o cochina, lo mismo da– de libros como el que Chema García Martínez acaba de publicar. Ni en varias vidas seríamos capaces, la mayoría de quienes cometemos la temeridad de vivir de juntar letras en torno a cualquier clase de música, de reunir tal acopio de entrevistas y artículos modélicos en un mismo volumen. La plana mayor de los tótems del jazz pasó ante su grabadora: Sonny Rollins, Ornette Coleman, Wayne Shorter, Freddie Hubbard, Sun Ra, Wynton Marsalis o Tete Montoliu son solo unas cuantas de las entrevistas que, a modo de resumen de la trayectoria de este veterano cronista musical tras casi medio siglo de trayectoria, desfilan por las páginas de “Tocar la vida”, siempre sujetas a una inteligente –y a veces ácida, nunca complaciente– batería de preguntas. También promotores como George Wein. O relatos de giras junto a otros músicos que funcionan como jugosos cuadernos de viajes, por algo el subtítulo del libro hace referencia a una especie en extinción, la de los jazzmen a la vieja usanza. Pero no sólo eso, algunas de las crónicas rescatadas, como la del concierto de Sinatra en el Santiago Bernabéu en 1986, son absolutamente memorables. Hablamos también de una estirpe de músicos, y es algo que revolotea en muchas de las conversaciones, propensa a la improvisación: lo que por su cabeza pasara en esos momentos de libertad creativa sin bridas sigue siendo algo muy cercano a un misterio, y ahí está la gracia. No se les ocurra pasar por alto, por cierto, el prólogo de Ben Sidran.
Los paralelismos con las viejas estrellas del rock son inevitables: se tercia aquí la evocación de un arte paralelo del siglo XX, suplido en los últimos tiempos por la multiplicación de músicos que no pueden enmascarar con sus indiscutibles conocimientos técnicos su carencia de alma. Mucho antes de que los festivales de rock comenzaran a calcarse a sí mismos, los festivales de jazz ya recurrían (siguiendo el modelo de Montreux) a surtirse de figuras ajenas a su ortodoxia (bueno, y también a su heterodoxia, ajenas en definitiva), por mucho que hubiera quien, en Sigüenza y en 2009, denunciara a un músico de jazz por no tocar jazz, tal y como el propio autor relató antes que nadie en otra histórica crónica que lidiaba con tal surreal hallazgo y se difundió como la pólvora. La panorámica trazada es tan amplia que se extiende a los emblemas europeos (Toots Thielemans, Enrico Rava) de un género nacido y reclamado –en términos de paternidad– desde los Estados Unidos, y también a valores ya consolidados durante lo que llevamos de siglo (Diana Krall, Kamasi Washington, Andrea Motis), que son sometidos a un escrutinio agudo y perspicaz. Más que un libro, o un vibrante testamento profesional que debería ser ejemplo para cualquier plumilla de cualquier ámbito cultural (que también), esto es una soberana lección de vida.
Hola Carlos. Muchas gracias por tu estupenda crítica de mi libro. Me gusta que has entendido perfectamente el mensaje que he querido transmitir. Y mil disculpas por generar en ti un sentimiento sano/insano de envidia, no era esa mi intención, que conste. Un abrazo.