Suele repetirse que la poesía es el único género literario de verdad intraducible. De acuerdo a esta sentencia, un poema digno de ese título es el destilado más limpio y poderoso de un idioma; la tarea del poeta es, como escribió Mallarmé, “dar su sentido más puro a las palabras de la tribu”. Si damos por buena esa frase, la existencia de este grueso volumen, “Avión de papel”, una antología del que tal vez sea el autor lírico más célebre Gran Bretaña actual, Simon Armitage (1963), no tiene demasiado sentido.
Pero también es una afirmación a la que se le puede dar la vuelta. Que la poesía es justo lo que sobrevive (en el que caso de que algo sobreviva), después de la traducción, una vez que el texto ha sido despojado de todos los mecanismos retóricos propios de la lengua en que ha sido escrito. Si pasado ese trance, las palabras que quedan sobre el papel aún son capaces de transmitir una cierta emoción, una idea luminosa, algún tipo de belleza, eso es, precisamente, la poesía. No todos los textos de Armitage -en una edición bilingüe, con los originales acompañados de una estupenda y minuciosa traducción de Jordi Doce- pasan esta prueba. Pero sí los suficientes.
Armitage, por lo que nos explica en el muy útil prólogo Jordi Doce, nació en West Yorkshire, en la región más industrial y pobre de Inglaterra, a comienzos de los 60s, en plena explosión de la era pop. Creció en una familia humilde. Trabajó durante algunos años en el sistema penitenciario británico. Eso explica que, cuando ha hablado de sus influencias, haya citado, junto a Ted Hughes y Philip Larkin, a David Bowie y las letras que Morrisey escribió para The Smiths. Y que, en su temática, estén ausentes las meditaciones etéreas, la mística, la metafísica. Nos hallamos ante un poeta firmemente arraigado en esta tierra, a pesar de los ramalazos surrealistas de algunos versos.
Muchos de sus poemas se articulan como monólogos dramáticos en ocasiones de individuos comunes y corrientes que, de repente, parecen alcanzados por un rayo de trascendencia y contemplan, por primera vez, la desnuda realidad de su vida; a veces de sujetos que parecen extraídos de una crónica de sucesos. El tono predominante está a medio camino del “realismo sucio” de Raymond Carver y de la ironía punzante y dolorosa de un Jaime Gil de Biedma. La antología también incluye sorprendentes versiones “actualizadas” de clásicos como “La Odisea” o “La muerte del Rey Arturo”. Muchos de los poemas aquí incluidos parecen agotarse en la anécdota o en un juego de palabras ingenioso. No faltan, sin embargo, los memorables.
Por ejemplo, la larga elegía (pág 176), dedicada a las víctimas del tiroteo de Columbine. Armitage ha elegido un tema en el que, a priori, resulta casi imposible no estrellarse; elevar demasiado la voz o ser en exceso sentimental. El sarcasmo en torno al viejo debate en torno a las armas de fuego en Estados Unidos fluye, increíblemente, en armonía con la ternura hacia todas las vidas jóvenes perdidas, incluyendo las de los perpetradores de esa atroz matanza. Al final nos queda un gran poema “civil” que puede ser leído una y otra vez, sin una sola nota falsa.
Y, aunque el autor no se inclina a menudo por el leitmotiv más universal de la lírica, el amor, también hallamos grandes poemas amorosos, como el impactante “La cacería” (página 317). En él describe con precisión una de las experiencias más comunes y extraordinarias que trae consigo una relación de pareja.
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