El segundo álbum del proyecto liderado por el joven y brillante Sydney Minsky-Sargeant expande y depura los aciertos de su estupendo debut, entre los hallazgos melódicos y la frialdad vanguardista de la nueva ola del post-punk que adquiere trazas góticas o de marcialidad cold wave (“Circumference”). Siempre desde el minimalismo, sin concesiones a lo fácil. Es un disco que gana con las escuchas.
El rigor instrumental sigue tiñendo de negro la música de Working Men's Club, pero los sonidos sintéticos futuristas se imponen en un trabajo de sobria madurez que habla bien de la amplia cultura musical de su artífice, capaz de abrirse a caminos que suelen acabar en la distopía inspirada por nuestros tiempos (“Fear Fear”, “Rapture”), pero también en su reverso luminoso (“Cut” y sus guitarras laberínticas).
Como le sucede a otras bandas, todavía hay quienes recriminan a Working Men's Club que su música le pueda gustar a sus padres, por familiar, como si haber escuchado su colección de discos de New Order y The Human League fuera un pecado y cualquier músico joven sólo pudiera conformarse con un rupturismo agresivo que levante infranqueables barreras generacionales. En realidad, y como demuestra su apuesta por esta particular estética sonora, WMC van sobrados de personalidad.
De la mano otra vez del músico y productor veterano Ross Orton (The Fall, Arctic Monkeys) y desde la cascada de sintetizadores y ritmo minimalista de “19” asistimos a todo un tratado de electrónica inteligente y primaria que coloca a la banda en su propia liga con temas como la rítmica “Heart Attack” o la abstracta “Money Is Mine”, donde conjugan bajos matemáticos con alivios melódicos de sintetizador. El single “Widow” muestra sus habilidades con su lado más synth pop a través de un irresistible estribillo gélido. “Plays” nos transporta a la era del house con su bajo y sus teclados pero no desentona dentro de un trabajo ambicioso y sin prejuicios que acaba majestuosamente en la atmosférica “The Last One”, cuerdas finales incluidas. Oscuridad eterna.
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