Empecémonos a quedar con la copla. La saturación de cierto tipo de sonidos está provocando ya un efecto rebote. Así que, como apunta el dicho aquel, cuando alguien señale la luna con el dedo para venderles que solamente hay un ahora, empiecen a pensar en de quién es ese dedo. En las islas británicas parecen especialmente rebotados, de ahí que buena parte de los artistas jóvenes que crecen como brotes verdes en estos momentos tan grises y complicados miren hacia el pasado con un respeto que parecía haberse perdido de forma incomprensible en los últimos tiempos. De la absurdidad del matar al padre porque sí hemos pasado a aprovechar la sustancia de los discos de papá y mamá y aprender de ellos lo mucho que podemos aprender.
Y así es como Sydney Minsky-Sargeant se plantó sobre un escenario al frente de sus Working Men’s Club –el nombre es toda una declaración de principios, busquen por ahí a que se refiere– para devolverle a la gente de su ciudad, Sheffield, el orgullo de ser la cuna de cierto tipo de sonoridades. Porque Minsky-Sargeant y su banda echan la vista al Sheffield de la segunda mitad de los setenta y los primeros para exprimir lo que la electrónica y el post-punk para y recoger la cosecha de lo que se sembraron en aquella ciudad Cabaret Voltaire, The Human League o incluso los primeros Pulp. A partir de esa base, acuden a todos aquellos sonidos rítmicos y bailables y al mismo tiempo ligeramente incómodos que se han ido esparciendo a lo largo de los años por aquí y allá, desde The Fall a New Order/Joy Division (las baterías de “Angel”, con las que se cierra el disco, se lo deben todo a ellos), desde Section 25 o los primeros Happy Mondays a LCD Soundsystem, pasando por el revival punk funk o por algunos momentos de Suicide, y así podríamos continuar añadiendo nombres y nombres.
Eso ir y venir de referencias sería malo en el caso de que a Working Men’s Club le faltasen buenas canciones o músculo, pero es que eso no ocurre. ¿Les falta un punto de personalidad? Tranquilos, que si la cosa no se tuerce eso ya llegará. Que a veces tener temazos es más importante. Por eso abren su primer álbum (en el que no han incluido “Bad Blood”) con esa burrada que es “Valleys”, un pedazo de single bailable en el que cabe de todo, desde sampleados setentas a cajas de ritmo, sintetizadores ácidos, y prácticamente la empalman con una “A.A.A.A.”, robótica y maquinal en la que Minsky-Sargeant juega a ser un James Murphy de instituto de barrio periférico.
Es el principio de una aventura que va y viene por sus referentes, combinando piezas de su puzzle (sirva como ejemplo “Be My Guest”, en la que suenan como si el James Murphy más oscuro le hubiera dado carta blanca a Andy Gill y Bruce Gilbert para que destrozasen sus guitarras a placer) y, o esa impresión le da a uno, haciendo lo que les viene en gana. Y eso, en estos tiempos en los que a la muchos artistas parecen preocuparles más los algoritmos y entrar en las playlists de los viernes que su propia música, le transmite a uno mucha energía.
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