Ya está, ya pasó: León Benavente superaron con solvencia el duro reto del segundo álbum, tras un debut que los situó prácticamente de forma inmediata en la primera línea del rock alternativo estatal y que, como se cantan a sí mismos en la canción de apertura, entre el cinismo pasivo-agresivo y el documental cantado, ha hecho que estuviesen “en boca de todos”.
Aquel reto, el de la “presión del segundo disco”, nos presentaba a un combo que se había aprehendido a sí mismo, que conocía sus virtudes y las cosas que quería pulir (y las que quería empezar a dejar de lado), y que comenzaba a pujar por tres máximas que desarrollan aún más en su tercer álbum largo: 1) quitarse el sambenito de “grupo de rock protesta”, reduciendo el carácter explícitamente político en sus letras; 2) acercarse cada vez más a una coalición de gobierno entre las máquinas y el rock; y 3) conseguir ser el grupo insignia del circuito que, sonando en mayúsculas y fundiendo y confundiendo spoken word y fake rap, apele a la intimidad desde el costumbrismo catódico.
Consiguen esas tres máximas en el imperativo Vamos a volvernos locos (Warner Music, 2019), tercer bastión discográfico del que, hace poco más de un lustro, considerábamos como supergrupo por la procedencia y experiencia de los cuatro músicos que forman parte de la banda; y que ahora ha conseguido superar esa etiqueta y desarrollar unas marcas de agua más reconocibles.
Si en el homónimo debut León Benavente (Marxophone, 2013) era casi imposible eludir el aura de Nacho Vegas (varios miembros del cuarteto aún forman parte de la banda de acompañamiento del asturiano) por el compromiso político que insuflaban; y en 2 (Warner Music, 2016) fue una constante la comparación con el sonido de El Columpio Asesino; en este tercer disco demuestran cintura y transversalidad sonora, aunque haya algunas que bajen algo el nivel y puedan hasta sonar a relleno (Tu vida en directo y Mano de santo).
Los momentos donde más basculan el hit es cuando consiguen hacer de su propia intimidad algo universal: en Amo (con matices incluso orientales) y Como la piedra que flota (con un aire de mecanización espiritual); no por nada han sido los dos adelantos que soltaron meses antes. Con una base sonora en la que la idea de ‘rock mecánico’ (o mecanizado) nos lleva a recordar texturas que van desde Nine Inch Nails y Einstürzende Neubauten a The Birthday Party o Suicide; el combo capitaneado por Abraham Boba se permite una serie de juegos que no se percibían tan heterogéneos en los dos discos anteriores.
Desde referencias que van desde los Beastie Boys y Gil Scott-Heron a Peret o lo último de David Bowie; hasta juegos que van desde abrir el disco (Cuatro monos) con una canción-siamesa de la autorreferencial Habitación 615, como si el final del anterior disco fuese el prólogo de este, o el inicio de éste fuese el epílogo de aquel; acercarse al sonido de Erasure (No hay miedo) o Suicide (Disparando a los caballos); samplear la BSO que Alain Goraguer compuso para un film de animación (Volando alto); firmar un medio tiempo con aire de balada costumbrista (La canción del daño); o conseguir una compenetración bestial con Eva Amaral, Maria Arnal y Miren Iza, tres de las ilustres colaboradoras de este disco. Como ellos mismos cantan, “es románticos verlos bailar a su ritmo”. Pues sí.
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