Hay grupos ante los que se impone mantener esperanzas, por mucho que la experiencia de los últimos años (o incluso décadas) empuje precisamente hacia todo lo contrario. Sucede gracias a un legado que incluye obras magnas y atemporales, por carisma y magnetismo, o simplemente se debe a la nostalgia y el cariño hacia la banda en cuestión. Esto pasa con U2, que con cada nuevo disco consiguen generar una mezcla de sensaciones entre la ilusión y el miedo a una nueva decepción. El problema de los dublineses es que, en la última década y media, se han convertido en un grupo tan predecible e inofensivo que incluso sus victorias mayúsculas parecen pertenecer ya a otra formación, diferente y lejana. Una tendencia que, desgraciadamente, también alcanza de pleno al que ya es decimocuarto disco de estudio de la formación.
El cuarteto disfruta de una acomodación que parece impedirles escudriñar enfoques adicionales y mínimamente arriesgados dentro de su propia inspiración, o retorcer su antaño desbordante talento compositivo en busca de piezas más trabajadas y apetecibles. Las canciones de esta nueva entrega resultan, en su mayoría, cortes de pop con tendencia a la épica más ortopédica, de una inocuidad tan evidente que por momentos incluso resulta dolorosa. Claro que éstas están bien construidas, e incluso en casos puntuales como los de “American Soul”, “Summer Of Love”, “The Showman (Little More Better)” o las bonitas “Landlady” y “13 (There is A Light)” pueden llegar a tener tirón, pero son destellos entre una multitud de mediocridad previsible y monótona. Las otrora vanguardistas guitarras de The Edge suenan ahora alineadas, mientras que Bono ha sacrificado la insinuante sensualidad de su voz hasta caer por momentos en la autocaricatura. Una vez más, la producción vuelve a resultar un aditivo que aumenta la artificialidad final, persiguiendo esa vía rápida que conduce hacia la música de estadio. Poco importa que el grupo quiera sonar actual incluyendo algunos apuntes de electrónica con lo que rematar sus canciones, porque la ocurrencia sólo reafirma la idea del producto preconcebido y vago.
“Songs Of Experience” (Universal, 17) es además un disco demasiado extenso, al incluir un total de trece temas que se alargan hasta los diecisiete en su versión deluxe, tesitura que aumenta el desasosiego y la decepción. Si en algún momento Coldplay decidieron que querían ser U2, ahora parecen ser los irlandeses quienes se empeñan en seguir la estela (más exitosa y menos valiosa) de Chris Martin y compañía. Es tal la sensación de reiteración ofrecida en los últimos años que ya se añora a los U2 del (en su momento mal entendido) “Pop” (Universal, 97), disco de perfil pretendidamente excesivo pero que mostraba a un grupo (por última vez) interesado en conquistar nuevos frentes. El mismo que ahora parece hacer canciones desde el sofá, para después prensarlo con toda la maquinaria de la industria y facturarlo hacia un público ganado de antemano gracias a méritos cada vez más pretéritos.
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