Empecemos por lo obvio: la nasalidad, la extrema gravedad, los arreglos eternamente repetidos. Hay muchas cosas por lo que los discos de Iván Ferreiro son excesivos y mogollón de veces, directamente, raros. Como combinar azul y negro. Pero el gallego es un incansable –necesidad básicamente– de hacer canciones. No es menos verdad que en cada uno de sus largos hay innegociables.
Arranca “Trinchera pop” con una vitaminada “Canciones para no escapar”. Los gorgoritos mágicos del cantautor, la melodía infinita, la épica del teclado. Otra más. Como “En el alambre”. Densísima. Un bocata de tormentas. Misma intensidad que “Casa” (16), pero sin tanta urgencia. Una rueda compositiva en la que hace tiempo que entraron colegas de oficio como Coque Malla. Los vientos, la parafernalia, pero encima siempre, la canción (“Pinball”). Incluso en ejercicios de estilo tan retorcidos como el cierre, “En las trincheras de la cultura pop” (sinfónica de “Spring 1” de Max Richter). Ferreiro libérrimo junto a su hermano Amaro y Ricky Faulkner.
Entremedias, el disco cae en un letargo extraño, con más juegos de palabras de los habituales. También resulta sospechoso el pulso electrónico que adopta el álbum hacia la mitad (“Dejar Madrid”). Pero al final es un tempo que agrada, que invita a mirar por la ventana, a tomar un vino, a hablar por encima de él incluso. Una intensidad sosegada que casa con la apuesta selvática junto a Tanxungueiras de “La humanidad y la tierra”, derroteros parecidos a los de su compatriota Xoel López.
No miente Iván Ferreiro cuando asegura que todo está en el espectro del pop. A lo que él ha dedicado, afortunadamente para nosotros, una vida. Y que ha contribuido a ampliar con elegancia y temple. La nasalidad, la extrema gravedad, los arreglos eternamente repetidos de siempre, pero junto a un montón de virtudes sumadas por los años y las canciones. Si existen los pastafaristas, también caben los ferreiristas.
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