Salvando algunas distancias, a Tricky le pasa como a Beck. El peso específico de su obra fue tan enormemente influyente durante los años noventa – a día de hoy, en su Top 5 de canciones más escuchadas en Spotify solo hay una del siglo XXI – que cualquier cosa que nos muestre desde entonces es acogida con escepticismo. Cierto es también que tuvo su repunte cuando "Knowle West Boy" (2008), "False Idols" (2013) o incluso "ununiform" (2017) daban la talla de un músic aún con argumentos de enjundia, siempre apelando a un ADN más que reconocible – su singular poción de pop bastardo, dub humeante, blues retorcido y soul opiáceo – con algunos recursos que renovaban la fórmula, envidando porque su nombre no fuera continuamente recordado como el patito feo de la cumbre trip hop, el vértice de su santísima trinidad que peor había envejecido, ya que Portishead y Massive Attack mantuvieron su aura intacta. Pero con discos como este "Fall to pieces" (2020) nos lo pone francamente difícil. O fácil, según se mire. Un trabajo que pasa como un suspiro, no ya solo por su brevedad (apenas media hora, cortes que no rebasan los tres minutos, que a veces concluyen de forma abrupta, que conjuran textos dubitativos que en ocasiones parecen salir como pidiendo permiso), sino por el liviano poso que deja en el oyente. Y no porque el de Bristol haya tratado de acercarse al formato estrictamente pop más que en otras entregas, o porque todo suene aquí más terrenal, más directo y menos esotérico.
Es este un trabajo sencillo, sin demasiadas curvas en el camino (a excepción del dinámico y resultón adelanto, “Fall Please”), sin la diversidad de coloraciones de su anterior álbum, seguramente también a consecuencia de una época tan triste que nadie desearía ni a su peor enemigo (perdió a su hija de 24 años en 2019: no es casualidad que la única canción que presida su voz del averno, cual Tom Waits de Knowle West (Bristol), se llame “Hate This Pain”, de lo mejor del lote), y comandado por su enésima partenaire, la polaca Marta Zlakowska, otro nombre más que añadir al listado de vocalistas a quienes por siempre jamás compararemos con Martin Topley-Bird. Un disco que sería más que estimulante e incluso prometedor si llegara bajo una firma emergente (pienso en Sneaks, a cuya escueta sonoridad recuerda bastante), pero se antoja tentempié aguado en manos de alguien que, hace no tanto tiempo, fue tan grande. Esta vez cuesta más sintonizar con un artista acostumbrado a convertir el dolor (a veces extremo, lo podemos imaginar) en magia negra, sobre todo cuando la recta final – todo lo que ocurre desde “Fall Please”, séptimo corte – de una entrega ya de por sí tan breve hace que lo lúgubre acabe sonando tan soberanamente aburrido.
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