No existe, por desgracia, fórmula, elixir o sortilegio mágico que aplaque en su totalidad el dolor derivado de la pérdida de seres cercanos. Eso no significa que el arte no contenga ciertos vericuetos que cuanto menos faciliten canalizar esa profunda desazón. La opción aplicada por la banda vizcaína Travellin’ Brothers, a los que como tantos otros esta época de pandemia ha golpeado con fuerza por medio de la la sustracción en su entorno de vidas humanas, no ha sido la de transformar su música en una exorcización cruenta con la que expulsar, dentro de lo posible, las angustias, sino que han optado por la alternativa prácticamente opuesta, que sin enterrar por supuesto el sentimiento afligido, han preferido invocar a la superación de los grandes reveses a fin de convertirlo en un sentido homenaje a esos espacios vacíos dejados.
“Coming Home”, nombre de este décimo disco de la formación, es de por sí un título en el que se agolpan toda suerte de significaciones y simbolismos. Más allá de los más intimistas, relativos a transformar las despedidas en cálidas acogidas, se extienden igualmente hasta el plano creativo, en clara alusión a un proceso de grabación, realizado en los estudios Mamusik, propiedad de Mikel Azpiroz, pianista de la banda y colaborador en las tareas de producción, convertido en un ejercicio de confraternización donde todos los integrantes han compartido un mismo espacio y tiempo. Una decisión que además de su carga anímica supone en lo artístico otorgarle al resultado final un registro orgánico y cálido, reproduciendo un sonido mucho más nítido y luminoso en comparación con ejercicios pasados, fiel reflejo de ese llamamiento a la esperanza e ilusión frente a las malintencionadas zancadillas existenciales que se esconde durante el transcurrir de su minutaje.
En ese contexto resulta idóneo y toda una declaración de intenciones el single que nos anticipó la existencia de este trabajo, un tema tan rotundo en su contenido como “Wonderland”, donde se convoca al oyente a no dejar pasar la oportunidad de subirse al tren que conduce, con sus ineludibles tropiezos, a un estado de ánimo propicio al optimismo. Un viaje perfectamente engrasado, también apto para los raíles que dirigen “Movin’ On”, por el preciso traqueteo que encarna el rhythm and blues de la escuela de Stevie Wonder, que nos anuncia la expresión de un tono tocado por una elegante cadencia y un espíritu romántico, al que aportan profundidad y sensibilidad los coros surgidos de las gargantas de Inés Goñi y Noa Egiguren, que serán un bienvenido y esencial ingrediente común a lo largo de la sucesión de las piezas. Unas voces femeninas que adquieren tintes casi celestiales a la hora de coronar el soul melódico, casi pop, a lo Motown, de “Everything to Me”, cántico de devoto amor hacia esa persona que todos tenemos y que se hace imprescindible para pintar de color nuestra andadura.
Si el epígrafe de banda de blues al que es sometido, con el beneplácito de ellos mismos, este sexteto resulte limitado para englobar las muchas direcciones en que orbitan , el género negro por excelencia alcanzará sus mayores cotas de representatividad en una serie de momentos determinados, como la orquestada “Adelene”, a lo Duke Robillard, o una trepidante “Say Yeah!” donde su entendimiento con otros acentos, léase el gospel o el funk, les confiere un aspecto en el que se reflejan desde Ray Charles a propuestas más contemporáneas como las de Luke Winslow-King. Pero precisamente no dejarán de ser estos instantes muy concretos que asoman en un aspecto global dominado por una escenificación entroncada, pero estilosamente puesta al día, con las Big Bands o las Brass Bands, según ubiquemos el entorno referencial. Un paisaje que visitará con asiduidad la pantanosa y frondosa Nueva Orleans, de donde deriva ese mestizaje característico del lugar para elevar majestuosamente una “Goodbye Louisiana”, revestir de jazz-swing delicado pero con la incitación al baile a flor de piel en la inequívoca “Someone to Love” o una “Angel Cry” que despliega todo su intimismo y romanticismo crepuscular. Un variado manejo de las atmósferas y tonalidades que habla de las sobresalientes aptitudes de un camaleónico, dentro de ciertos cánones, trabajo que incluso vuelve a inclinar la brújula para hacer que uno de sus temas más trascendentales y emocionantes, el homónimo, se desligue de las referencias explícitamente afroamericanas para lograr un medio tiempo de rock de raíces digno de los mejores The Band o Wilco.
Podemos llegar a pensar que la inmersión musical llevada a cabo por este álbum en los mencionados territorios geográficos también le ha servido para recoger de ellos su capacidad para transformar los funerales en una celebración festiva, porque de alguna manera, el excelente disco ofrecido por Travellin’ Brothers supone la conquista de la luz previa travesía por la oscuridad que conlleva la pérdida de aquellos seres que pensamos siempre estarán a nuestro lado. Y es que quizás no exista mejor manera -y más óptimo entorno como este colorido sonido- de honrar la memoria de los finados que ensalzar la vida y la necesidad del amor. Elementos que unidos a la buena música, como la expresada por la formación vasca, representan uno de los pocos antídotos que si bien no destierran por completo el dolor, desde luego nos facilitan mantener ese brizna de esperanza necesaria para continuar cada nueva mañana.
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