La pequeña localidad vizcaína de Getxo ha sido en las últimas décadas un enclave sujeto a una constante ebullición artística. Contexto en el que se inscribe el origen de la banda Trampas, que lejos de ser un nuevo brote de ese continuo microclima creativo es el resultado de la alianza entre diversos músicos, encabezados por Álvaro Real de Asúa, definidos por una destacada trayectoria previa. Un lustroso currículum, como avalan los nombres de El Inquilino Comunista, Zodiacs, Gringo o Arana, que si bien puede hacer las veces de consistentes credenciales, éstas son firmemente respaldadas por tres álbumes que tienen su continuación en el actual “Cuatro tigres”. Un álbum que sigue tendiendo la mano al indie-rock y demás géneros de distorsionada naturaleza, que perfectamente podrían significar el ADN estructural del grupo, pero que mantiene, y exponencia, esa progresión en busca de incrementar su catálogo de sonoridades con el fin último de aspirar a dar forma a un concepto, desde todas sus aristas, más sustancioso.
Dada la militancia angloparlante de la formación, la utilización de un título en castellano, de clarividente lenguaje, no es sino el mecanismo con el que subrayar la propia configuración de la banda. Pero si de acrobáticas curiosidades se trata, haber supuesto este trabajo -mezclado por su aliado inseparable, Jonan Ordorika, - el canto de cisne para el estudio de grabación donde ha sido registrado, Grabasonic, parece jugar el papel de augurio respecto a unas canciones que en su contenido, también en su por momentos encrespada condición, se revuelven contra una decadencia social donde se acomodan con cada vez con mayor naturalidad la incertidumbre y el desánimo existencial.
Si este álbum destaca, entre otras cosas, por desplegar todo un glosario de diversos acentos musicales, al mismo tiempo logra trasladar esa versatilidad a sus textos, que pueden nacer al dictado de ácidos juegos irónicos, expresados bajo aplastantes significados o envueltos entre interpretaciones crípticas o metafísicas. Pero si hay algún elemento ambiental que guarda en común todo el disco es un reiterado -a veces expresado de forma copiosa y otras como un velo dejado caer con disimulo- tono atmosférico, metafóricamente anticipado en la portada por esas pompas de jabón que acompañan a los tigres y que acaba por convertirse en señal identificativa de la personalidad del trabajo.
Aunque no sea lo más ortodoxo a la hora de despiezar el grueso de un álbum empezar por su última canción, reside en “Can’t Live Like This” un ilustrativo compendio tanto de esos ingredientes conocidos en la banda como aquellos utilizados de forma novedosa en esta ocasión. Porque dicho tema por supuesto funciona como una oda a la distorsión, pero al mismo tiempo se hace acompañar de unos teclados, que amplían su profundidad, y de un sutil tono nostálgico dibujado con trazas de rock clásico, un matiz visible especialmente en el cariz campestre, bien impulsado por la participación de una voz femenina, de “Green Diet”, con el que se alinean junto a los representantes de esa corriente llamado Paisley Underground. Sutilezas que pese a lo que podría parecer, no quedarán opacadas, simplemente alterarán sus códigos, por la llamada furiosa de unas guitarras que llevan la denominación de origen de bandas como Dinosaur Jr. o Hüsker Dü, reproduciendo envites de golpeo directo y certero en “Searching the Word”, apelando al ruidismo de “Run Run”, invocando a su propio título a través de una descarga de energías de variable intensidad en “Hear the Thunder” o la delirante ensoñación de “They Play on”, una “oración” dedicada a todos sus referentes de las seis cuerdas.
Pero no solo de llevar hasta el máximo el volumen de los amplificadores vive Trampas; eso sería demasiado fácil, y sin que eso signifique aliviar las cuerdas de sus instrumentos, convive en “Bubble Boy”, y su claustrofóbico retrato pandémico, un manejo más elegante, en el que se podría hablar de Big Star o Teenage Fanclub, junto a un aporte onírico procedente en buena medida de la presencia de los teclados, esenciales igualmente en “Followers”, atinada sentencia contra el adocenamiento que segregan las redes sociales, en la consecución de un tono garagero plasmado entre una cadencia martilleante de riffs, los mismos que pese a desarrollar retorcidos diálogos de crudo vocabulario en “Wanna Be an Indian” resultan el paisaje de fondo para una interpretación melódica. Diferencias o alteraciones en el voltaje que solo durante un momento desparecerán por completo, espacio para dejar paso a la noctámbula e intimista “C’mon”.
Con este disco, la banda vizcaína, expande el área de acción desde el que actúa su sonido -caracterizado por ese indie-rock primigenio de corrosivo espíritu pero de harmónica implantación- hasta lograr un perímetro de extremos más afilados y ensanchar la amplitud de sus registros. Nuevas piezas para un puzzle que evidentemente ofrece una fotografía de la banda bajo una mayor gama cromática pero todavía claramente reconocible. Cuatro tigres que de esta manera demuestran estar capacitados tanto para mostrar sus uñas más afiladas que nunca como acercarse dóciles para ser acariciados, eso sin olvidar nunca que su condición felina lleva implícita el rugido como forma de comunicación.
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