Una de las múltiples contradicciones sobre la que se sostienen las sociedades actuales es que, pese al desbordante flujo informativo o de comunicación que acogen, han sido incapaces de erosionar sustancialmente ese elevado dique que sigue separando a aquello que se percibe como mayoritario y lo relegado a un espacio casi invisible. Trasladado al ámbito que nos ocupa, el musical, ese aspecto se refleja, entre otros muchos episodios, en que todavía resulta mucho más fácil descubrir un proyecto surgido en algún recóndito paraje de Estados Unidos o Gran Bretaña que uno instalado en territorios geográfica o culturalmente más cercanos. Una situación que convierte a Europa, si como es el caso pensamos en clave de rock and roll, en un territorio casi ignoto, transformando a países como Francia, Portugal o Italia en orígenes exóticos para formaciones que hacen de la electricidad sonoro su leitmotiv. Precisamente del país transalpino, y para romper a base de un contundente discurso ese cerco, surgieron, en los estertores del siglo XX, una banda como The Peawees, quienes después de más de un lustro de silencio discográfico vuelven con nuevo trabajo, “One Ride”, y su gira correspondiente, dispuestos a demostrar que desde el viejo continente también se entona un grito salvaje.
Una grabación que todavía, y aunque ya parece haber quedado instalada únicamente como una turbulenta pesadilla prendida al imaginario colectivo, sigue recogiendo en su proceso creativo aquellos inconvenientes que generó la llegada del COVID. Pandemia mediante, y sus consiguientes malabarismos para poner en consonancia e interacción a los miembros de la banda, estas canciones laten al son de aquel estado de excepción -también anímico- al que además hay que sumar los lógicos avatares, en este ocasión apilados entre cambios en la alineación y hechos personales de diverso dramatismo, que se pueden agolpar en el transcurso de la vida durante un significativo lapso de tiempo, como el que ha separado sus dos dos últimas incursiones en el estudio.
Antecedentes y realidades colindantes al espacio artístico que no hay que descartar como empuje extraordinario a un repertorio que no sólo se revuelve entre la excitación, materializada desde la rabia a la celebración, o la atracción por aquellos personajes instalados en el subsuelo social en sus textos, sino que musicalmente parece igualmente espoleado para verter sobre su contenido todos aquellos acentos que han ido acumulando y diseminando a lo largo de ese iniciático decálogo punk-rock. Unos mandamientos destinados a engrandecer una paleta genérica que toma en su recién editado trabajo una máxima y heterodoxa expresión, haciendo de “One Ride”, y por aquello de respetar la terminología escogida en su título, un paseo fulgurante y enérgico que, pese a su discurrir torrencial, permite detenerse en el paisaje y contemplar las muy diversas estancias por las que transcurre su enfático recorrido.
Un itinerario que como cualquier buen inicio de viaje que se precie debe ser afrontado animoso. Un primer paso representado por la potencia y distorsión de una “Banana Tree” que también exhibe una agilidad melódica propiciatoria para un estribillo arrollador y pegadizo. Efervescencia punk que no desestima un poso armónico, como puede caracterizar a The Saints o Radio Birdman, que se impondrá igualmente en buena parte de un repertorio que encuentra alojamiento en un power-pop de inquieta naturaleza, el que emana, por ejemplo, de The Nerves, The Only Ones o de sus compatriotas contemporáneos Radio Days. Un género que escudriñan desde su vertiente exultante en una “Drive” que transcurre con las justas dosis de melancolía, suspiro que “She Cries As She Kills” agudiza -sin olvidar el envite como forma de expresión- con mayor profundidad siendo “Plastic Bullets” otro tour de force bullicioso que revive la sana y elegante altanería de los Undertones para precisamente lanzar un mensaje de autoafirmación en la propia identidad, al fin y al cabo uno de los pocos tesoros que todavía nos dejan acoger como propios.
Para quien no sepa mirar, o escuchar, con detenimiento, puede que este álbum pase como un divertimento atractivo conducido bajo una única marcha, pero en realidad, su bagaje, a nada que uno se acerque a sus canciones, desprende una palpable asunción de fuentes diversas. Una de las más evidentes llega de la sonoridad twang que identifica a la guitarra que encabeza una “The Wolf” que añade al lienzo un ambiente más retro, armonías sesenteras que explotan en una “Spell On Me” por donde las huellas del paso de los primigenios Beatles se confirman sin atisbo de duda. Viejas enseñanzas que se tornan apoteósicas en ese regusto soul, representado ya icónicamente por los añorados Reigning Sound, en una impecable “Lost In The Middle” que encuentra su continuación en la ácida “Who's The Enemy”, corrosiva viñeta sobre ese enemigo invisible que todo sistema necesita encontrar -o inventar- para imponer su poder. Manteniendo el alimento de los sonidos afroamericanos, el tema titular despliega un rhythm and blues que lleva hasta el cum laude la absorción de la nostalgia melódica para acabar cerrando el disco con “You'll Never Be Mine Again”, la única canción que decelera sustancialmente las pulsaciones. Una composición que merece tal sosiego dado su origen en la colaboración con Rachel Nagy, de Detroit Cobras, en su inspiración, y que tras un tiempo de luto por su fallecimiento, toma ahora forma, con Mary como encargada de asumir la representación de la banda, empapada del aura del sello Stax para describir un canto de crepuscular romanticismo, perfecta coda para un viaje de vibrante palpitar.
The Peawees no tienen ningún tipo de complejo a la hora de entender que pisar el acelerador no significa dejar en la cuneta atractivos dibujos melódicos, dos escenarios que pueden convivir, como demuestra este excelente disco, en plena concordia. De hecho, quizás sea la forma más exacta de entender y recrear el espíritu original del rock and roll, algo de lo que están plagadas unas canciones que nos invitan a abrir las ventanillas y a expulsar nuestra rabia, decirle al mundo lo roto que tenemos el corazón o propulsar nuestras ganas de esparcimiento. La banda italiana demuestra que esa forma de bota que perfila la silueta de su país, en su caso, está hecha para pisar fuerte y desgastar sus suelas bailando y sintiendo una música que exactamente nació con esa pretensión.
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