Hay quienes se abren de orejas para arrimarse al sol que más calienta. Y hay quienes viven en su propia burbuja de referentes sonoros, practicando una suerte de autismo que, al mismo tiempo, les inmuniza ante ópticas que incidan en su supuesta fecha de caducidad. Los primeros se ven, frecuentemente, superados por el carrusel de las modas. Los segundos, ajenos a tales vaivenes, suelen envejecer como los buenos vinos.
A este segundo grupo pertenecen Pram, a quienes, por mucho que siempre se les asocie con la era del pop inmediatamente antes del post-pop (Moonshake, Laika o los primeros Stereolab), siguen haciendo de su continua búsqueda de nuevas sonoridades su mejor leit motiv, un fin en sí mismo cuyas fronteras son siempre móviles (sí, el título del álbum ponía a huevo el juego de palabras). Da igual que lo hagan con instrumentales juguetones, con indagaciones en un jazz sui generis pleno de improvisaciones -como el de “Iske” y su cálido acento latino-, con travesuras sonoras que podrían ilustrar cualquier pesadilla de David Lynch (“The City Surveyor” o “Moonminer”) o con desvencijados recuerdos a Tom Waits (“Blind Tiger”). O que lo hagan poniendo en primer plano la voz espectral y malévolamente infantil de Rosie Cuckston, que sigue reinando entre vientos, xilófonos, theremines, teclados y marimbas, y aún atrapa como hace más de una década. Siguen a lo suyo, y afortunadamente, por muchos años.
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