A Ben Knox Miller, el creador de “Oh My God, Charlie Darwin”, un disco adictivo e innovador como pocos en los últimos años, no le apetece sentar cabeza. Si en entregas anteriores miraba de frente a esa América profunda y bizarra y el sonido que emiten los pájaros tienen un sentido en su música, ahora se centra en algo parecido a los sueños de una polilla, mientras él experimenta y manipula sonidos con destreza.
Si en “Smart Flesh” pasaba del júbilo a la calma en menos de un segundo, en “Eyeland” no hay ni fórmula ni estructura (cualquier ruido imaginable es bien recibido aquí). Este cosmos sonoro inclasificable podría pasar por la mente de Jeff Tweedy, cuando decida reinventar su diccionario como en tiempos de “Yankee Hotel Foxtrot”, aquella maniobra que no entendieron en su discográfica. Si aquellos directivos llegan a escuchar este disco de The Low Anthem, no quiero ni imaginar cómo lo describirían. Nosotros lo tildaríamos de genialidad.
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