Apenas tres años después de “Sahar” (Communion, 22) –a todas luces un paso definitivo en la consolidación de carrera de Tamino y obra capaz de certificar con creces las sensaciones insinuadas a través de su debut “Amir” (Communion, 18)–, llega el presente “Every Dawn's A Mountain”. El tercer álbum de este belga de 28 años con raíces egipcias reafirma, ya a niveles estratosféricos, las cualidades del autor cuando se trata de construir canciones con alta carga emocional que contrasta, de manera manifiesta, con la supuesta fragilidad estructural de las mismas.
Una debilidad solo aparente, que esconde tras de sí toda la complejidad inherente a las propias composiciones, bien estudiadas en su propia naturaleza y detalladas en justa medida, con la intención nada sencilla de consensuar emociones en el oyente. Es ahí donde cobran sentido los arreglos clásicos que acompañan a cada una de las diez piezas que conforman la referencia en cuestión. Una ingeniería que, lejos de recargar o apuntar hacia épica artificiosa, remarca las sentidas sensaciones despertadas por piezas ciertamente sugestivas. Unas especificidades que derivan en secuencia sedosa y sin altibajos entre las que lucen paradas del tipo de “My Heroine”, “Babylon”, “Willow”, la exótica “Sanpaku”, “Elegy”, “Dissolve” o esa joya de la corona que es “Sanctuary”, desarrollada junto a Mitski y que hubiera firmado el mismo Thom Yorke.
Tamino se (re)confirma, en base a “Every Dawn's A Mountain”, como magnífico compositor y un más que creíble interprete que vuelve a apuntar hacia Jeff Buckley, Damien Rice, los Radiohead más desnudos, José González o Matt Elliott como referentes en los que inspirarse. El de Mortsel destila elegancia, trazo fino, belleza y gusto, en uno de esos álbumes al margen de modas que mantendrá su efecto sanador y, a la vez, algo doloroso. Una dualidad hipnótica que, a pesar de su juventud, Tamino domina ya con la determinación de un veterano.
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