Hace algún tiempo, Sufjan Stevens decidió mudarse para vivir en el campo. Compró un tractor, se desconectó de Internet y guardó sus guitarras y banjos en un almacén. Para entretenerse, trasteaba con una caja de ritmos y diferentes sintetizadores analógicos de sonido vintage. Así, poco a poco y sin darse cuenta, comenzó a componer el que ha terminado siendo su nuevo disco, cinco años después de “Carrie & Lowell”, su última obra formada enteramente a su nombre.
En todo este tiempo entre un trabajo y otro no ha estado en absoluto parado. Ha editado trabajos junto a su padrastro Lowell Brams –“Aporia”, de este mismo año-, una banda sonora colaborativa para el proyecto “Planetarium”, música para la compañía New York City Ballet –“The Decalogue”, firmado a medias con el pianista Timo Andres–, etcétera. Estas diferentes grabaciones no nos permitían imaginar con precisión hacia dónde viraría lo nuevo de Stevens, y la sorpresa ha llegado en forma de álbum entregado a la electrónica como ya lo hiciera en “The Age Of Adz” (10), su primera incursión en los sonidos sintéticos. Ahora, tras una cima creativa eminentemente acústica e íntima como “Carrie & Lowell”, nos entrega otro disco enteramente dedicado a su zona personal más íntima, pero vestido con un traje muy distinto. Si en aquel indagaba en sus recuerdos de infancia y primera juventud con descarnada sinceridad, aquí nos habla de su intimidad espiritual, de su visión del mundo y de los terrores que nos acechan desde una perspectiva marcada por una cristiandad acosada por las dudas y el dolor. Nos ofrece así un tapiz denso y poblado de ideas y confesiones.
El recorrido por “The Ascension” está repleto de vericuetos y detalles que irán aflorando con las sucesivas escuchas, y no es un recorrido fácil. Sus ochenta minutos repartidos en un total de quince canciones lo convierten en una obra a la que resulta difícil enfrentarse de un tirón, y la densidad de varios de sus cortes lo hacen un disco que demanda de la entrega del oyente. Si en la primera parte encontramos motivos para no apartar nuestra atención (con la estupenda “Video Game” como mayor acierto), la parte central del álbum puede dejar exhaustos a aquellos que esperen un trabajo más accesible. Pero la paciencia da sus frutos, porque es al final cuando encontramos las mejores canciones: el trío compuesto por “Sugar”, “The Ascension” (la mejor de todo el repertorio y la que más se acerca al espíritu y la desnudez de “Carrie & Lowell”) y los más de doce minutos de la final “America”.
El nuevo disco de Sufjan Stevens le coloca en un nuevo estadio sonoro empapado de una electrónica que, en sus manos, suena cálida e íntima. Pero, pese a los innegables aciertos que contiene, el conjunto se ve aquejado de un exceso de confianza y de ideas a medio resolver. Le habría venido bien un poco de contención. En sus manos, menos siempre ha sido más.
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