Hace un par de años, ya reseñamos aquí aquel “The Idiots Have the Power” (2021) con el que Stupid Fuckin’ People se dieron a conocer. Entonces, nos explayamos de lo lindo con explicaciones sobre la banda: quiénes eran, de dónde venían, qué desodorante usaban si usaban alguno. Incluso, como es nuestra costumbre (fea, para muchos) nos fuimos por los cerros (de Úbeda, creo) y hablamos hasta de los Bellrays. No es que me acuerde; es que lo he buscado y he vuelto a leerlo. Más que nada, por responsabilidad; que luego va uno y cuenta otra vez lo mismo.
Así que, ahora, creo, procede dar todo eso por sentado y conocido y ceñirnos solo a lo que importa, que es lo que han grabado: las once canciones que han agrupado en este segundo larga duración. Te comento que lo han titulado “Rey de Idiotas”, que lo grabaron hace meses encá Haritz Harreguy y que lo masterizaron de la mano de Víctor García en Ultramarinos. Por ahora, lo tienes en digital, pero fíjate que me lo tomo en serio y me he preocupado de estar al día para compartir contigo la alegría de saber (lo anunciaron hace poco) que tendremos vinilo, gracias a que se suma a la causa la buena gente de Kaset Ekoizpenak. Estará bien tenerlo en físico, entre otras cosas, para disfrutar, en panorámico, del arte gráfico de Guillermo Casanova, que así se apreciará mejor su paleta de colores y los detalles que siempre añade en sus obras.
Ninguno de los once cortes supera los cuatro dedos de fondo, pero entran bien y hondo, haciendo herida, porque no les tiembla el pulso cuando pinchan. Lo pusimos igual en la reseña corta, que ya se publicó: que se aprecia, dijimos, una continuidad; más bien, hablaríamos de confirmación. Siguen con su estudio social y musical sobre la idiotez. Ahí ves que van por el mismo camino. Además, el talante y el tono es parecido. Se pasean, sin problemas, por las fronteras del punk-rock y lo hacen con paso firme y sin coger atajos. Sin embargo, también hay cambios. El más claro: se pasan al castellano e incluso al euskera. Las letras ganan en matices. No caen en lo panfletario, aunque mantienen su carácter comprometido. Las gamas, además, también se aprecian en la música, donde no todo es percusión a piñón y distorsión por vena.
El punk-rock bien cocinado, con el refrito de una base rítmica grasa y la velocidad bien gratinada, se aprecia en “Misión suicida”; como se ve también en “Enemigo fiel” o en “Aguacero”, aunque ésta tiene un comienzo distinto, con batería y bajo atrayendo la ventisca; o en “Destroyer”, donde las cuerdas van de lo tenso a lo épico; o en la intensidad indomable de “Muy tenso”. En esa línea continuista, también incluiría la historia de “Sierra Sam”, original porque quién podía esperarse que alguien le dedicara una canción (aunque después trasciende ese contexto) al muñeco antropomórfico que tantas veces hemos visto estrellarse en vídeos que testaban la seguridad. En el fraseo del verso antes del estribillo nos recuerdan un montón a la particular forma de cantar de los Tiparrakers. En general, todas estas canciones parecen ahondar más claramente en lo que ya cultivaron antes, que aquí siguen practicándolo con renglones rectos y buen pulso: en los puentes dan aire y brillo; los coros en los estribillos recalcan el mensaje; la base rítmica imprime la inflexión.
En cualquier caso, hay variaciones y matices: de lengua y estructura en “Ezetz”, por ejemplo. Se acercan más al rock and roll en “Seguiremos en pie”, con las guitarras elevando el tono para apuntalar la condición de himno. En “Cada vez más viejo”, la voz toma casi un aire confesional que enriquece el acento espontáneo. Las líneas de bajo bruñen la rabia que va medrando. En “Rey de idiotas”, el riff que inicia se mantiene hipnótico y absoluto durante toda una canción que ya, desde el principio, te deja frases para lucir en murales: “yo no quiero ser un héroe, yo no quiero ser un dios”. Yo que me flipo anticipo que esta canción puede ser la típica brisa con púas que en los conciertos te lleva a alzar el puño y troncharte el cuello siguiendo la respiración de la batería. “Ansiedad” trae tres minutos de franqueza que intervienen el ritmo hasta que salta el grito y se desboca; un largo prólogo de casi un minuto que traslada muy bien el tono emocional de lo que se va a contar luego. Igual que, más tarde, se aprecia cómo la música registra simbólicamente ese caos ruidoso de la cabeza. Además, gusta que lo llamen guerra, pero más que luego no se mantengan en lo emblemático y lo llamen por su nombre.
Propuso Paul Crutzen, hace tiempo, que debíamos cambiarle el nombre a la época geológica en la que vivíamos. El planteó antropoceno como un término que ilustraba el impacto de las actividades humanas en los ecosistemas. La cosa ha ido tan lejos que, para algunos, no es suficiente y buscan términos incluso más feos que realmente expongan la avaricia y contundencia de nuestra estupidez. A mí me gusta el de Max Cafard, que lo recogió en un poema, “Welcome to the Idiocene”. Sí, el idioceno. El pleistoceno quedó atrás, el holoceno también, vivimos en la época de la idiotez. En el idioceno. Seguro que a Cafard le molaría este disco, ¿no?
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