De natural incontinente y versátil, la carrera de Will Oldham es una perpetua búsqueda de las mil y una caras (Palace, Palace Brothers, Bonnie Prince Billy) de un creador siempre dispuesto a vestir sus composiciones con diferentes ropajes. No es fácil discernir si en su elección juega el capricho o hay una hoja de ruta preestablecida, aunque más bien se intuye que es el primero de los factores el que acaba primando. La frondosidad de su discografía puede suponer un auténtico agujero en el bolsillo del fan más acérrimo, pero también es cierto que su trayecto, vista con la perspectiva que otorgan los veintidós años transcurridos desde su primer álbum, no depara deslices ni experimentos fallidos. Es tan fiable que su rúbrica encarna por sí sola una plena garantía. Y en los breves lapsos en los que las musas no rondan por el dintel de su creatividad, no tiene el menor reparo en barnizar material ajeno. E incluso propio.
Así que si lo último que supimos de él fue aquel álbum de versiones de The Everly Brothers junto a Dawn McCarthy (“What The Brothers Sang”, 13), ahora se nos descuelga con un trabajo en el que recupera nada menos que nueve temas ya incluidos en su “Wolfroy Goes To Town” de 2011 (algunos incluso con el nombre trocado) junto a dos originales. La maniobra se inclina por el realce ornamental, dotando de cuerpo a unas canciones que en su momento se mostraban austeras (al igual que hizo en aquella operación renove que fue “Sings Greatest Palace Music”, en 2004), y que aquí lucen mecidas por violines, guitarras de pedal, mandolinas, ukeleles, órgano y un coro de góspel que las eleva al rango de obra nada menor en la ya de por sí controvertible jerarquía con que ordenar su vasta obra.
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