A priori costaría imaginar cuál es el punto de encuentro existente entre el personaje de cómic Silver Surfer y la canción de Hawkwind, “Silver Machine”. Pero si probásemos a hacerle protagonizar a ese extraterrestre de metálico esqueleto y montada en su sempiterna tabla de surf el tema de la banda que vio nacer a Lemmy Kilmister, posiblemente el resultado no debería estar muy alejado del condensado pero fascinante espacio que ha decidido ocupar esta banda bilbaína. Encabezada por Rudy Mental, integrante de la escena surgida durante los noventa en Bizkaia y en la actualidad también bajista de los estilistas Winterafter, su homónimo debut en formato largo recupera alguna composición grabada previamente para completar un trabajo que parece concebido en algún indómito y oscuro local de ensayo donde entre grandes nubes de humo se pueden distinguir en la pared colgados descoloridos los pósters de Roky Erickson, la Velvet o los Stooges.
Si los referentes citados, siempre inexactos y limitados pero simbólicamente aceptables, pueden servir para guiarnos sobre el tipo de puesta en escena musical elegida por la formación, todavía más representativo, por significar toda una declaración de principios, resulta un modo de grabación donde se exponencia un valor analógica que imprime un extremadamente propicio aura borroso. Sensación que es precisamente eso, una intención llevada a la práctica, ya que ni sus aptitudes instrumentales demuestran tal carencia ni el encargado de manejar los mandos de la producción, el ilustre Mike Mariconda, se caracteriza por ningún tipo de limitación; al contrario son precisamente las virtudes representadas por todos los implicados las que logran dar forma a un paisaje sonoro en constante penumbra y pintado de un blanco y negro, eso sí, repleto de una innumerable gama de grises.
Los primeros compases del disco se confabulan para encontrar el siempre ansiado himno que asuma la función de tejer un lazo que resulte infranqueable para el oyente. De esa forma se comporta una “Quién sabe” que santifica la interrogante como única certeza vital a través de unas insistentes armonías de guitarra transformadas en su particular -en cuanto a ritmo- “I wanna be your dog”, sosteniendo con fuerza una correa que impida desbocarse a la pieza. Un halo vaporoso, pero de sustancia intensa, propio de bandas como Wooden Shjips, que se propaga alrededor de un repertorio que asoma entre esa neblina con la consistencia, hecha de una alianza entre Milkshakes e Iron Butterlfy, de “No hay nada más que decir” o bajo la maraña psicodélica, fiel compañera de 13th Floor Elevators, que sirve de soporte para una “Yo no pude salir” que se proyecta, pese a su sustancia pop, hacia un terreno fantasmagórico. Espacio del que también se nutren los compases de raíz “bluesera”, pasadas por el tamiz de los más más espectrales y decelerados Gun Club o Spacemen 3, avistados en “El amor que no pudo ser”, una tupida tumba contra la esperanza, o “Tengo un secreto”. Incluso los aires trovadorescos, que adjuntan a la ecuación un folk de perturbadora naturaleza, utilizados en “Tengo que verla desnuda” remitirán a un contexto donde el tono recitativo se impone cual declaración angustiosa.
Adentrarse, e inevitablemente quedar envueltos entre un cielo en constante agitación, de lleno en este trabajo significa del mismo modo aventurarse a recorrer caminos que se separan de tierra firma para configurarse más allá de las nubes. Un itinerario para el que no hay mejor guía que el rasgo experimental de Can, que deja su huella en la minimalista pero majestuosa “Extrañeza”, donde su redoble de batería induce a pensar en un ritmo mortuorio; desatando la improvisación propia del free jazz, herramienta utilizada por los propios Hawkwind, en “Se está volviendo a abrir” o estructurar alrededor de una reverberación de guitarra el malicioso jugueteo melódico que esgrime “Hay un lugar cerca de aquí”. Ni la delicadeza ni el acento ensoñador de “La función” nos hace pensar en ella como la nerviosa espera de una celebración, sino más bien como ese retrato “buñuelesco” de “El ángel exterminador” donde los personajes parecían ateridos bajo el influjo de una fuerza desconocida que les impedía abandonar sus estancias.
La incomodidad, el desánimo o las anomalías propias del ser humano son elementos que bien conjugados pueden generar obras realmente intensas y penetrantes. La banda bilbaína se vale de todas ellas para firmar un debut que hace precisamente de ese estado de constante incertidumbre uno de sus puntales, al igual que ejerce dicha labor la sabia construcción de una atmósfera pretendidamente mate en su sonoridad pero de la cual vemos brotar ese hormigueo que resulta imprescindible en todo disco. Nos enfrentamos a viñetas de desgastado color, impregnadas de humedad y ceniza pero servidas con la determinación de quien sabe que entre esos recovecos también se agita la vida.
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