Fue el pasado jueves cuando Sigur Rós anunciaron, (casi) por sorpresa, que su nuevo trabajo estaría disponible en plataformas digitales al día siguiente –para el formato físico habrá que esperar hasta el 1 de septiembre–, solo tres días después de que el grupo hiciese público el tema “Blóðberg” y confirmando que finalmente se trataba de un single extraído de la referencia en cuestión. “ÁTTA” es el primer disco de la reputadísima formación islandesa en una década y que, a su vez, recoge el testigo de “Kveikur” (XL Recordings, 13) con intención de presentar una versión especialmente introspectiva y espectral de sus autores. El octavo álbum de estudio de los de Reikiavik se manifiesta, en efecto, como un disco obsesivamente meditado y, desde luego, alejado de cualquier tipo de inmediatez, que se extiende con pulcritud y clasicismo hasta voltear su propia esencia y sonar turbadoramente contemporáneo y rompedor.
Durante “ÁTTA”, Jónsi, Georg Hólm y Kjartan Sveinsson parecen seres etéreos con origen en otro planeta, que se manifiestan a través de su sensibilidad extrema y mediante cantos de sirenas sugeridos entre texturas hipnóticas. Un elepé turnado entre imágenes de fragilidad extrema (en las que a duras penas consiguen no quebrarse del todo) y las que potencian conscientemente su intensidad, con un punto de ruptura mesiánico que arroja esperanza sobre esa realidad hambrienta en el que se manifiesta. Un tratado que, en definitiva, deriva en catarsis, apuntando a una experiencia casi religiosa en base al respeto y solemnidad que proyectan todos y cada uno de sus cerca de sesenta minutos de duración.
El trío se aproxima a aquella belleza específica que, con aspecto de canción, propicia emociones nada convencionales capaces de estremecer almas. Se trata, en realidad, de un tipo específico conocido desde que la formación irrumpiese en escena a finales de los noventa. Una fórmula que parece inimitable, al menos si el objetivo radica en las desgarradoras consecuencias que se suceden ante la obra de los escandinavos, acaparando dimensiones paralelas protagonizadas aleatoriamente por post-rock, ambient, avant-garde o dream-pop. Son las secuelas dejadas por la cinematográfica “Mór”, el barroquismo de “Klettur” y su explosión inabarcable, “Skell”, el mencionado sencillo “Blóðberg”, o ese tramo final y determinante compuesto por “Ylur”, “Fall” y “8”.
Sigur Rós inciden, sin atender a consecuencias y lo largo de diez temas, en sus peculiaridades, con pulso mayoritariamente introspectivo –por momentos casi embriagadoramente comatoso– rematando con picos de nervio cuidadosamente erguidos y manejando así mismo unos silencios que, en algunos casos, resultan imprescindibles. “ÁTTA” es la luz blanca al final del túnel; la banda sonora que guía en paz los últimos pasos una vida redimida, enfilando el pasillo hacia un mundo de calma y serenidad. Dejarse engullir por la interpretación de Jónsi y los pasajes dibujados por el combo resulta, de nuevo, una experiencia esotérica que, atendiendo a sus consecuencias y exclusividades, reconfirma a Sigur Rós como una de las bandas definitivamente relevantes. Por personal e imaginativa, pero sobre todo porque su música seguirá sanando y, por tanto, no pasará de una moda a la que nunca ha pertenecido.
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