Los que creyeron que se consumirían en la combustión instantánea de su propio fuego, se equivocaron. Si estos jóvenes airados británicos sorprendieron hace tres años con la frescura abrasiva de su aclamado debut “Songs Of Praise” (18), ahora vuelven a subir al ring y, en ese siempre temido y definitorio segundo asalto, no solo vencen por KO, sino que la llamarada que desprenden crece y juguetea al son de un irresistible magnetismo devorador.
Desplegando un universo sonoro más ambicioso y logrado que en su trabajo predecesor, con una cuidada y unificadora producción de la mano del músico y productor James Ford (Arctic Monkeys, Foals), Charlie Steen y sus secuaces escupen su desbordante claustrofobia interior y desesperación existencial sobre paredes de rosa suave, con un extra y elegante flotar funky que, sin darte tiempo a parpadear, te revientan el pecho en medio de una rabiosa y liberadora balacera post punk.
Cuentan que ese color rosado que da título al álbum, comenzó a utilizarse en un instituto correccional naval en 1979 y, poco después, cuando los estudios confirmaron cierto efecto apaciguador, se extendió su uso en las paredes de celdas de prisión, salas psiquiátricas o en las “drunk tank”, habitaciones en las que la policía encerraba a los borrachos hasta que estuvieran sobrios. Charlie Steen pintó de ese tono rosáceo las paredes de una pequeña habitación de su casa, creando una especie de útero artificial y protector donde se sentaba y dejaba que florecieran sus rugidos interiores, para luego materializarlos en este flamante ramillete de carnívoras canciones, “Drunk Tank Pink”. Once pistas que nos atropellan y dejan quemaduras en la piel, conservando (y aumentando por momentos) toda la violenta efervescencia primigenia de la banda, sumando texturas y complejidad reflexiva en cada composición.
Así, con un lisérgico “London’s Burning” de The Clash bajo la lengua y una tormenta de vibrantes guitarras que no cesa (ecos de Talking Heads y Parquet Courts a cada surco), comienzan la ruidosa fiesta noqueándonos tras la primera campanada, en la brillante oscuridad de “Alphabet”, un obús rítmico que te golpea el pecho como una suerte de surrealista “(I Can't Get No) Satisfaction” punk.
“Nigel Hitter” relampaguea a base de venenoso y adictivo groove, con Steen contagiándonos su electrificante languidez, poseído por el Iggy Pop más sudoroso y el britpop más corrosivo: “Will this day ever end?/I need a new beginning”. Un nuevo comienzo que prosigue la expansión de ese parpadeante nihilismo en la muy ganadora “Born In Luton”, repleta de paisajes afropop y giros, pasando por un tornado de riffs y mantras que nos centrifugan la cabeza, a melodías densas que nos mastican a cámara lenta en un océano de tedio y aislamiento interno.
Las nerviosas y fragmentadas guitarras de “March Day” y nos abraza la soledad, el insomnio y una cama que nos atrapa en días morfínicos y adormecidos que se relevan sin que nos demos cuenta: “I can’t get up/I won’t get up”. Seguida de otro despliegue vocal e interpretativo de un frontman que exige el cielo y su corona en la irónica “Water In The Well”, narrando un viaje real de la banda a la Escocia rural en busca de paz, que terminó en una inesperada y loca fiesta techno: “This is the last time, acid dad!”. La vitalidad y el total desenfreno se siente y fuga del estudio, pasando de cero a cien sin despeinarse, saboreando su propia sangre en cada fraseo y escupiendo el corazón por la boca a cada grito.
“El aguijón de la madre naturaleza” nos parte en dos en la genial “Snow Day”, fusionando percusiones jazzísticas con actitud punk y teatralidad descarnada marca de la casa. Un cóctel molotov disfrazado de hit que te estallará en la cara sin avisar, alcanzando cimas de catarsis mil en una montaña rusa serpenteante a la que te aferrarás con uñas y dientes una y otra vez. En la recta final encontramos un poco de calma en “Human, For A Minute”, con cierto regusto atmosférico a unos The Strokes sedados flotando en el espacio, con Steen bajando la guardia y divagando delante del espejo sobre las relaciones amorosas, mientras Coyle-Smith nos toca la fibra riff a riff. Pero no, la fiera no descansa y en menos de dos frenéticos y viscerales minutos, “Great Dog” rompe las paredes rosas y nos muerde la yugular como si no hubiera mañana, devolviendonos al ojo de un huracán que nos zarandea en “6/1” y “Harsh Degrees”, con Eddie Green y Sean Coyle-Smith construyendo continuos enjambres de cuerdas en continuos choques frontales, haciendo jirones todo lo que encuentran a su paso.
Con las pulsaciones por las nubes y los tímpanos tocados, llegamos a la última parada en “Station Wagon”, la pieza más larga del lote (algo más de seis minutos y medio), en la que agarran a la juventud por el cuello y se arrojan al vacío del siguiente paso, engarzando una de las piezas más complejas y maduras de su repertorio, con big bang final incluido. “I’m going to try and achieve the unachievable” y a ello van. Siguiendo la estela que iniciaron grupos consagrados y reinantes del post-punk y alrededores, como de Fat White Family, Idles, The Murder Capital o Fontaines D.C., de Shame reaparecen a por todas con este sobresaliente “Drunk Tank Pink”, con la clara intención de no apartarse y tirar a las vías a todo aquel que se cruce en su camino, ya sean sus bandas referentes, tú, yo o sus propios progenitores. Esto, en directo (ojalá pronto), se antoja locura infinita.
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