El tiempo no jugaba a su favor. Ni al de nadie. Pero, al de Rosalía, menos. Mientras compañeros de generación marcaban rumbo con alegatos a lo castizo y a los clásicos latinos y otros se desmarcaban con álbumes insospechados, muchísimos álbumes, como churros, ella mantenía el silencio. Hasta que soltó “La fama”, un dardo envenenado. El tema funcionó comercialmente. Pero era una bachata tan normalucha, pese a estar firmada por Tainy, con un The Weekend tan anecdótico, por no decir ridículo en castellano, que hacía presagiar lo peor. Después apareció “Saoko”. Pura locura. Y se agudizó la duda: ¿Rosalía se decantaría por los feats comerciales? ¿O la exploración iba a ser la base de su nuevo largo? ¿Cómo iba a cuadrar todo, si se producía esa mezcla?
Ni uno, ni otro. “Motomami” es una explosión infinita de referentes, el análisis de un yo menos universalizable que el de su anterior disco, de poca poesía y, excepto maravillosas excepciones, con la voz como parte y no como todo. Y no, nada cuadra. La obra es una clase de spinning. Los giros de timón llegan a cansar, pero hay momentos emocionantes entre puertos. Es un disco infinitamente de hoy: no hay lugar al vacío, pero tampoco tiembla la mano a la hora de mezclar.
Su universo wasabi, desconcertante y liviana entrega a la cultura japonesa, o las incursiones en la PC Music, el IDM (“Diablo”, producida junto a James Blake), las pinceladas jazz (“Saoko”), el bolero (“Delirio de grandeza”, Justo Betancourt) la suerte de rave (“Bizcochito”)… ¡El “Archangel” de Burial en “Candy”!
Grabado en Miami, Los Angeles o Barcelona, es un álbum en el que cabe todo sin que eso sea precisamente malo. Es extremadamente largo (dieciséis canciones), sin ser pesado. Es una serie bien hilada, con mayoría de capítulos autoconclusivos. De la mano de la catalana, Noah Goldstein (Kanye West o M.I.A.), Frank Dukes (Camila Cabello), Pablo Díaz-Reixa (El Guincho, encargado del anterior disco), Pharrell Williams... Hay tracks con hasta once productores. Se debería sumar a su estrecha Arca, aunque no la cite en los créditos.
La voz de la artista vuelve a brillar en algunos cortes (deliciosa balada de avance, “Hentai”, en contraste con la cilindrada expuesta hasta el momento, el hougaku “Sakura” o la autotuneada con maestría “Como un G”), manteniéndose en esa idea de brand en muchos otros. De su cante tampoco es esclava. Es la antítesis narrativa de "El mal querer” (18): no hay una revisión literaria de un clásico (“Flamenca”), ni tampoco un leitmotiv (deconstrucción del amor romántico). Menos sugerente, sí se percibe más directo.
Rosalía ha incorporado el spanglish de su día a día en Miami como referente lingüístico, nadie la “pimpea”, y ha construído un personaje que seguro se incorporará como sustantivo a la coloquialidad (“eres una motomami”). Además, ha saldado cuentas con el pasado de forma explícita (“Bulerías”, participada por su maestro, Chiqui de la Línea), ha abrazado la fe como motor principal de su vida y sobre todo se ha empapado de la cultura hip hop y urban para hablar de los muros de uno mismo con recurrencia y cierto cansinismo.
El arte es, en esencia, autorreferencial, pero se viste de cripticismo en volteretas exploratorias. Aquí no. La autoafirmación está en muchas de las piezas (paradigmático “Abcdefg”, impro que enfila el último tramo del largo) y eso genera una paradoja. Una mezcla entre el vacío empático (¿quién en la sala anda preocupado por si será el más grande? ¿por su devenir artístico?) y la pura honestidad. La decisión va en detrimento del misterio y la magia. Todo es muy literal (la figura retórica más osada es la personificación de “La fama”). Pero en cambio aporta velocidad. No hay demasiada necesidad de segundas pasadas. De fondo, el empoderamiento de corte más posmoderno llama a la puerta: este es mi disco, esta es mi vida, hablo de lo que quiero.
Rosalía ha mostrado en “Motomami” todo lo que ahora es. Y eso es diametralmente opuesto a lo que era en “Los Ángeles” (17). Y “El mal querer”. Como dice, antes de entrar la cautivadora yaya motomami en catalán, en “G3 N15” “esto no es ‘El mal querer’, esto es el mal desear”. Tal vez haya quien quiera una Rosalía que ya solo queda en la memoria grabada.
Esto es metamorfosis esencial. Cuatro años después del disco que la alzó a la primera división del pop, con un cambio de vida rotundo, ha abrazado ese nuevo universo, mostrándolo sin cortar. Aseverando que en este mundo Tik Tok −el de Chicken Teriyaki y el de su presentación en dicha plataforma, pistas de hacia dónde puede ir su directo− la norma es hacer gala de la contradicción. Lo complejo y lo superfluo. Una revisión para este siglo del existencialismo: ansiedad por la deriva distópica del mundo y, al segundo, memes. Sin sobredimensionar la coherencia. Sin pensar en el futuro. Vivir en la autoaceptación presente como garantía de éxito.
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