Es una lástima que el segundo álbum de los Ride del nuevo siglo no acabe de responder del todo a las expectativas que sugiere su imponente apertura. Maravilla cómo alguien –ellos– puede seguir explotando el libro de estilo de los My Bloody Valentine más escarpados sin que el poder de fascinación se agote a estas alturas de la película: lo hacen en “R.I.D.E.”, marcada por su desafiante título homónimo, todo un síntoma de reafirmación. O cómo de bien afilada mantienen su delicada escritura pop en “Future Love”, indie pata negra de pura ascendencia C-86, melodía dulce y guitarras cristalinas que son puro gozo. Incluso los sintetizadores lustrosos y las andanadas guitarreras que apuntalan “Repetition” suenan a discurso remozado, a banda que ha cobrado un nuevo dinamismo tras las razonables dudas que asoman cuando alguien ha de volver a firmar a su nombre tras más de dos décadas sin hacerlo.
Pero no todo el disco exhibe la misma brillantez: algo se desinfla según avanza su minutaje, lo que sitúa a Mark Gardener, Andy Bell y compañía aún unos palmos por detrás de Slowdive o Swervedriver, coetáneos (y correligionarios) extrañamente tocados por la varita de la infalibilidad en sus respectivas resurrecciones. No estamos, obviamente, ante un mal álbum: la certera producción de Erol Alkan y las mezclas de Alan Moulder siguen sentándoles estupendamente, y preciosidades como “Clouds of Saint Marie”, “Jump Jet Clouds” o “Eternal Recurrence” certifican la vigencia de su marca, siempre rebuscando con habilidad en el arcón del pop ensoñador y en la hondura hipnótica de eso que se llamó shoegaze. Pero otros pasajes más rutinarios de su tramo final, como “15 Minutes”, “Dial Up” o “Shadows Behind The Sun”, destensan su balance y hacen del sexto largo de los de Oxford un artefacto más que apetecible pero francamente desigual.
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