Soy un tipo con suerte. Y aunque eso pueda interesarles poco, voy a aclarar el porqué de esa afirmación respecto al tema que nos atañe, sin pretender, nada más lejos de la realidad, que esto suene a justificación. Si lo hace, mal vamos. Tengo suerte porque Quique González es mi amigo. Un aspecto que no suelo ni necesito airear, pero que muchos conocen.
En segundo lugar tengo suerte porque me gusta su música. Y aquí sí es importante el orden, porque fue antes lo segundo que lo primero. Eso hace que el madrileño – aunque ya no sé si empezar a llamarlo cántabro – comparta conmigo sus anhelos, sus fricciones consigo mismo, sus ilusiones y un montón de sentimientos que vive en la génesis y construcción de cada disco. Y, además, para rizar el rizo, comparte conmigo esas canciones antes de que lleguen al gran público, expresión que nunca he compartido ya que todo público merece el calificativo de grande en los tiempos que corren, pero ya me entienden.
Esto ha hecho que ambos nos acostumbráramos a que yo le pasara mi opinión de esas canciones justo antes de enfrentarse al vértigo de compartirlas con extraños. Nuestra confianza hacía que, si algo no me gustaba, pudiera decírselo sin rubor. Y, con la tranquilidad, de que Quique iba a valorar esa opinión, pero por su carácter acabaría haciendo lo que su corazón le dictara. Honestidad brutal que decía alguno. Pero, por otro lado, uno, que se las gasta de crítico musical en su tiempo libre, ha acarreado con el problema de un supuesto amiguismo. Un “tú no hagas la reseña de Quique que es tu colega y serás muy subjetivo”. Manda narices ¿Desde cuándo la crítica de un disco no es subjetiva? O, lo que es peor, vaya churro las que no lo sean.
De una crítica yo espero la opinión del que la firma. Eso le aporta algo. Ya la pondré yo en contexto en función de quien sea o de lo que conozca de él y del músico. Lo que no sabía es el favor que los editores de los medios en los que colaboro me hacían cada vez que me pegaban, metafóricamente, con la puerta en las narices. Porque ahora que me piden reseña del nuevo trabajo de Quique González me entra el tembleque. No solo por no estar a la altura. Con tantos tiros pegados, uno se acostumbra a algún gatillazo. Sino porque voy a hacer públicos mis sentimientos sobre algo que me llega mucho y me toca de muy cerca. Voy a hablar de las doce canciones que integran "Sur en el valle".
Pues miren, otra suerte ¿Ven como soy afortunado? Resulta que Quique me lo ha puesto fácil con un disco grande sin paliativos. En el que, para qué engañarnos, me he beneficiado de esos tres o cuatro meses que llevo de ventaja a la mayor parte de sus oyentes en cuanto a escuchas. Porque no es un álbum fácil. No tiene el impacto inmediato de "Me mata si me necesitas", aunque tampoco la exacerbada densidad emocional de "Las palabras vividas", firmado a medias con Luis García Montero.
Diría que estamos a medio camino entre ambos. Porque a Quique le influye todo lo que hace. Todo lo que vive. Y el paso por los surcos de esos dos discos anteriores explica bien su situación actual. La que le lleva camino de la perdición, pidiendo precio, presión y valor. Anteponiendo los paisajes a las historias. Por primera vez en su carrera no de forma puntual, sino como concepto. Como le decía a Don Disturbios en nuestras páginas, “este es más un disco de paisajes que de acción”. Desvelándonos lo que pasa justo cuando hay sur en el valle, y puede retomar aire en sus pulmones.
Un nuevo reto para uno de los mejores cantadores de historias de nuestra música. Algo en lo que me ha recordado, y mucho, a la literatura de Carlos Zanón, probablemente el mejor paisajista de nuestra literatura negra, género que por cierto encanta a González y que aquí no está tan presente como en discos anteriores. Porque las imágenes son más bucólicas. Más calmadas. Reposadas. Sosegadas. Con el impacto del tiempo pasado en su casa de Villacarriedo, por los motivos que todos conocemos, en cada sonido, en cada palabra. Mirando hacia dentro. Algo en lo que nos despista ligeramente la inicial canción titular, un medio tiempo de esos que nadie domina como él. Con un destacadísimo trabajo de sutiles guitarras a lo JJ Cale. Eso sí, que no les nuble la visión lo dicho o el ambiente creado. Las imágenes son tan duras y crudas como en otras ocasiones. Sentimientos a flor de piel. “Estás acuchillando a los demás” acusa ya de entrada en “Lo perdiste en casa”.
No menos directo arranca en “Te tiras a matar”: “todo lo que fuiste a buscar es lo que vino detrás”. Sin ambages. Sin red. González salta al vacío. A su vacío. Y te lleva con él. Te arrastra a su pánico a tomar algunas decisiones mientras muñecas con la sonrisa de Scarlett Johanson pululan por tu habitación. Con la impresión de que igual hay cosas que pasan demasiado rápido, y otras, en cambio, no. Con la clarividencia que da la madurez asumiendo que, por ejemplo, los amigos se van. Mira para dentro y lo expulsa. Y así se expone como nunca. En canciones como “Te tiras a matar”, “Los amigos se van” o “La tripulación”. Entonces tú decides exponerte también. Hablas con Quique y no eludes tu compromiso. Le dices que ha grabado un gran disco, pero que igual costará que la gente lo entienda. Que igual tras "Las palabras vividas", su público necesita o espera otra cosa. Y él recapacita. Te escucha. Te agradece la sinceridad. Pero siente que es el paso que ha de dar. Y pisa firme. Como siempre ha hecho.
"Sur en el valle" ya está al alcance de todo el mundo ¿Recuerdan eso que les decía de la honestidad? Pues ahí está. Una virtud cada vez menos frecuente en la música patria. Que convierte este disco en un rara avis. Uno de esos que a los críticos nos gusta decir que no puede juzgarse a la primera escucha. Pero es que es cierto. De hecho, ningún disco debería ser juzgado así. Pero los tiempos vuelan y Quique ha querido intentar pararlos, para que escuchemos once canciones (doce en su versión vinilo) simplemente soberbias. Haciendo suyas, para acabar, las palabras de Kirmen Uribe. “No es verdad, no he cambiado. En mis sueños siempre tienes veinte años”. Aplíquenlo a lo que quieran.
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