Las diez canciones del cuarto álbum de los valencianos Polock invitan a romper una buena lanza en su favor. Habrá quien se sienta defraudado con ellos, quien piense que han desvirtuado parte de esa esencia que les hizo ser una de las revelaciones del inicio de la década pasada, pero servidor es de quienes piensan que es ahora cuando han tomado por completo las riendas de su discurso y lo han desligado más que nunca de paralelismos que siempre procuran comparaciones odiosas. Papu Sebastián y Pablo Silva (con Marc Llinares en la retaguardia) han crecido hasta rebasar la siempre peliaguda barrera de los treinta, se han pasado al castellano, se han autoeditado y cada vez se parecen menos a nadie más que a ellos mismos. Lejos quedan ya los tiempos en que parecían una franquicia hispana de The Strokes – primero – o de Phoenix – un poco después –, lejos queda también su tibio paso por Mushroom Pillow o por Sony.
Aquí ya no hay coartadas ni caretas, solo ellos mismos ante el pentagrama, en un puñado de composiciones que desvelan textos desenfadados y sin pretensiones, y melodías de pop sintético estupendamente producidas (de nuevo con Fernando Boix a los controles), sostenidas sobre sintetizadores livianos, que se adhieren a la sesera sin necesidad de apelar al trap, ni al r’n’b, ni al hip hop, ni al funk ni a los ritmos tropicales para sonar actuales a la par que, en cierto modo, clásicos: “Mar Dorado” podría haberla firmado Nacho García Vega cuando aún estaba en Nacha Pop. Incluso consiguen que Mikel Izal justifique su aportación en “Barro en los pies” con un registro vocal cercano al blues rock de corte vintage, al estilo de los Black Keys cuando Danger Mouse les mete mano más a fondo. Posiblemente sea lo mejor de un disco conciso – sobre la media hora – y sin apenas desecho, en el que brillan también “No te atreves”, “Gran Vía”, “Ya nunca volverá a ser lo que fue” o “Mala reputación”. Bien por ellos.
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