Hace cerca de un año me tocó participar de una rueda de prensa en la que estaban Ozzy Osbourne, Sharon y su hijo Jack. La familia se conectaba a la reunión virtual para promocionar un documental sobre Ozzy en un canal de cable. Ozzy estuvo sólo al comienzo del evento virtual, contestó unas pocas preguntas casi sin sentido de parte del CEO del canal que invirtió en la pieza audiovisual y se fue. Su aspecto no era bueno. De hecho la sensación de estar formando parte de esa promo era casi incómoda. Es sabido de los problemas que atraviesa debido al Parkinson, pero una cosa es leer las noticias y otra verlas.
Con esa imagen difícil de olvidar me dispuse a escuchar “Patient No. 9”. Más allá de que sea un disco con una producción de alto presupuesto y de que los músicos invitados sean totalmente de primera clase, el disco tiene una vitalidad y una vigencia que no encaja para nada con el Ozzy que vi en aquella pantalla meses atrás. Por un lado esta sensación me da genuina alegría, por otro intento entender de dónde saca la fuerza este tipo para seguir siendo el mítico Príncipe de las Tinieblas.
Más allá de elucubraciones que no llegarán nunca a buen puerto, hay que decir que “Patient No. 9” es un disco potente. Las canciones tienen lo que todos los fans de Ozzy quieren –queremos– que tengan: gancho, poder, melodía, brillo y esas melodías comandadas por el tono de voz casi infantil pero rebuscado completamente inconfundible. Los featurings son, como de costumbre, escandalosos. Destacan sobremanera los guitar heroes que aparecen aquí, pero no hubo ahorro de talento en los bajistas (Chris Chaney de Jane’s Addiction, Rob Trujillo de Metallica, Duff McKagan de Guns N’ Roses) y baterías (Chad Smith de Red Hot Chili Peppers, el tristemente fallecido Taylor Hawkins). Su eterno Zakk Wylde muestra lo mejor de si mismo en “Parasite”, la power ballad devenida en hard rock clásico “Mr Darkness”, el mid-tempo casi grunge “Nothing Feels Right” y el mejor aporte, “Evil Shuffle”, con su riff de gran peso específico y esos irresistibles cortes sabbathianos. El histórico y veterano Jeff Beck también sorprende con la frescura de sus aportes en la canción que abre el disco y da nombre al mismo (un auténtico himno de estadio, con su estribillo pop y todo) y en la balada “A Thousand Shades”, que si bien no destila originalidad precisamente, ofrece una interesante labor a la guitarra. Cuando llega el solo de “One Of Those Days” ejecutado por el apático Eric Clapton, queda en claro más que nunca el hecho de que este disco tuvo un poder similar al de las piscinas de “Cocoon”, porque, aquí tampoco da la sensación de que estemos escuchando a músicos de prácticamente ochenta años de edad.
En “Dead And Gone” las melodías resultonas de Ozzy Osbourne se amigan con una base recta en el sentido post-punk de la palabra, mientras que Dave Navarro apuesta por un perfil bajo hermanando su guitarra con los sintetizadores de base. Josh Homme saca a relucir su estirpe de estrella alternativa en la espaciosa “God Only Knows” y se despacha con un solo épico. Mike McCready de Pearl Jam da un buen toque Crazy Horse a “Immortal” y lo convierte en uno de los mejores temas del disco.
Pero la conjunción de astros más relevante del disco es la que sucede entre Ozzy y Tony Iommi en “Degradation Rules” y en la potente “No Escape From Now”. De ambos temas solo diré que canalizan el espíritu de Black Sabbath con éxito (el riff de “No Escape From Now” es la pura savia del género) y eso de por sí es un motivo de emoción. Más allá de que el disco pueda dar cierta sensación de artificialidad teniendo en cuenta la tonelada de años que juntan entre todos los integrantes hay que decir que es un trabajo sólido y consistente, totalmente a la altura del mito.
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