Los murcianos Nunatak siguen explorando su imaginario repleto de luz y texturas en “Las flores salvajes”, haciendo que crezcan como enredaderas nuevos sentimientos y reconfortante esperanza a lo largo de los surcos. Diez canciones a corazón abierto, cargadas de sinceridad y melodías que pasan, en un parpadeo, del susurro a estallar como fuegos artificiales.
De ese final en el que bajan las temperaturas y queremos mantener por todos los medios la última llama en la vibrante “Quiero que arda” inicial, a ese futuro escurridizo que no está escrito y que, aunque las veces anteriores se nos escapara una y otra vez entre los dedos, ahora, gritando a los cuatro vientos en la cristalina “Créeme”, será, le pese a mortales o dioses, solo nuestro.
Las guitarras ganan protagonismo y fiereza en esta cuarta entrega de la saga Nunatak, abriéndose paso entre los estribillos pegadizos de “Coge mi mano” o con crescendos que te atrapan y no te dejan tocar el suelo, montañas rusas sonoras que te llevan por delante sin avisar, como en la emotiva “En tu nombre” o en el huracán de distorsiones de “Hijos de la tierra”, con la banda fundiéndose al completo, parando las manecillas del reloj y huyendo del mundanal ruido hacia la naturaleza, flanqueados por una atmósfera góspel retrofuturista totalmente magnética.
Pasamos el umbral y toda nube queda atrás en la orquestal intensidad de “Todas las campanas” (una de las indiscutibles joyas de la corona de este largo), tejiendo a fuego lento un paisaje sonoro de una belleza electrizante, al alcance de muy pocas formaciones, con Adrián Gutiérrez vaciándose, ofreciendo un abanico de matices que toca techo y lo rompe por momentos.
Estas flores salvajes son definitivas y germinarán fuertes por cada rincón donde resuenen. No hay sequía, diluvio o cambio climático posible que pare ya al quinteto de Cartagena.
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