Que Bon Iver haya creado escuela no es incompatible con que le salgan alumnos aventajados que superan la simple copia a carboncillo para tramar discursos más que estimulantes. El galés Ali Lacey es posiblemente quien con más acierto se arrima al canon que Justin Vernon esbozó entre "For Emma, Forever Ago" (2007) y "Bon Iver, Bon Iver" (2011), ya que entre el afligido intimismo del primero y el emocionante superávit de elocuencia del segundo se sitúa su primer álbum, que en realidad viene a ser prácticamente el segundo, tras aquel "Heiress" (2017) que compuso junto al también británico Ed Tullett.
Ya saben: voz de eunuco jugando con los límites del falsete, el rasgueo de una guitarra acústica y unos imponentes arreglos de cuerda que son los que elevan la cota de emotividad de estas diez canciones (muchas de ellas ya publicadas en anteriores EPs) a niveles notables. “Emigrate”, “Utican”, “Anniversary” o “State Lines” funcionan, siempre al borde del empalago pero con sus condimentos medidos hasta el punto de no entrar en terreno ampuloso. Hay un encanto casi virginal en las canciones del galés, que se sabe parte de esa sensibilidad tan del nuevo siglo (compartida con Justin Vernon, Rhye, The xx o James Vincent McMorrow) pero no se regodea en el pozo del exhibicionismo de las propias miserias (que puede llegar, según los casos, a ser lodazal), o al menos sabe cómo proyectarlo a lo contextual: échenle un vistazo al videoclip de “Birthplace”, quizá la forma más bella de sensibilizar ante el desastre medioambiental que supone el indiscriminado vertido de plásticos al mar.
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