Antes de alcanzar esa edad en la que hacemos las paces con nuestro lugar de origen, es de recibo pasar por una renegada e inconformista etapa de desapego y escapismo en la que el espíritu nos demanda, con vehemencia e insatisfacción, ver más allá de nuestros límites terrenales. Es en ese punto vital exacto en el que el conjunto británico Nothing But Thieves parece hallarse actualmente, a juzgar por su manera de esbozar la arquitectura física y emocional de una ciudad distópica y vaciada que sirve como escenario coyuntural para “Dead Club City”, su cuarto álbum de estudio y un sofisticado trabajo conceptual con el que buscan ahondar en temas tan variopintos y dispersos como nuestra continua exposición al capitalismo audiovisual, los cambios sociales avenidos por la cultura de Internet, y la respectiva influencia de ambos en la política y la industria musical.
No solo en la ambiciosa narrativa que nos presenta ahora el quinteto de Essex podemos ver su evidente salto madurativo, sino que éste también se justifica en sus formas, siendo “Dead Club City” su mayor experimento hasta la fecha y un aguerrido intento por explorar géneros inéditos en su registro. Fruto de esa precisa urgencia por quererlo todo y quererlo ya, la formación pega bandazos sin guiones ni cadenas que constriñan su ecléctico deseo por romper los estáticos moldes del rock. Y es que con la seguridad que les ofrece haber cosechado una vasta y colosal red de éxitos desde su debut, Nothing But Thieves parecen predispuestos a todo y nos entregan sin pudores ni recatos cortes que van desde el RnB más íntimo y tórrido (“Keeping You Around”) hasta baladas luminosas con espíritu funky (“Talking To Myself”), pasando por un pop dosmilero que pueda hasta remitir a The Strokes (“Tomorrow Is Closed”) y una sincopada intentona de psicodelia blanca que se queda en el casi (“Foreign Language”). El secreto para que casen entre sí estas piezas, a priori tan contrarias de aquello que la banda está acostumbrada a entregarnos es, sin duda, la icónica voz de Conor Mason y la buena mano de su guitarrista y productor, Dom Craik, sirviendo ambos como denominadores comunes y responsables directos de generar una armonía colectiva que no desentone. Y ya que abrimos el melón de la producción, es conveniente y esencial remarcar el cuidado detalle en la misma, capaz de transportarnos en ocasiones a nostálgicos parámetros de estética ochentera a golpe de sintetizador y melodía con ínfulas de glam-rock (“Do You Love Me Yet?”) o demostrarnos que no todo el pop con alma mediática tiene porqué chirriar o ser molesto (“Welcome To The DCC”).
El alto porcentaje de riesgo en “Dead Club City” demuestra y confirma el deseo de sus artífices por poner a prueba su talento y su inventiva, aunque ello también suponga ponerse en contra a la parte más tradicional de su fandom. Sin embargo, si algo nos confirma que queramos formar parte de ese remoto y exclusivo club del que nos hablan a través de sus diferentes cortes es la capacidad intacta de Nothing But Thieves para crear himnos pegadizos y henchidos de optimismo, algo que ni sus más acérrimos detractores podrán poner en duda.
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