Su voz te desarma. Te lleva a la rendición incondicional. Su autoconfianza (asegura no escuchar música actual, ni coleccionar más discos que los suyos) resulta creíble. Tanto como merece alguien que descorcha su segundo álbum con un tema llamado “Follow My Voice”. El magnetismo -casi sobrenatural- de sus canciones no parece de este mundo. Al menos no del de Angel Olsen, Laura Gibson, Sharon Van Etten y otras cantautoras folk de la actualidad, con quien se la compara. El indescifrable misterio que irradian sus canciones está más cerca de Michelle Shocked, de la primera Cat Power e incluso del embrujo insular que Vashti Bunyan alumbró hace décadas. Esta compositora de Buffalo expide sus álbumes -este es el segundo, tras el notable “Rooms With Walls and Windows”, de 2014 – como si fueran cuadernos de bitácora, páginas arrancadas de un diario cuya travesía ha tenido como paradas, en los últimos dos años, Pittsburgh, Chicago, Nueva Orleans o la vieja Europa (pasó por Madrid y por el BAM en 2015).
Y eso se sustancia en colecciones de canciones cocidas a fuego lento, sin prisas, en las que su embriagador timbre vocal, el fingerpicking de una guitarra acústica y el aditamento (muy puntual) de unas cuerdas o un sintetizador se bastan y sobran como únicos mimbres, junto a textos sencillos pero muy evocadores. El saldo depara cotas celestiales, como es el caso de “Natural Blue” (con esos violines meciendo un estribillo nacido para perdurar), “The Sea As It Glides” (con el murmullo de las olas acolchando una melodía tan ingrávida como las mejores de Mazzy Star) o “I Live Now As a Singer”, confesión con hechuras de plegaria final, que pone cierre a un trabajo al que, por no faltarle, ni siquiera le falla la dosificación: ocho espléndidos temas separados por un interludio instrumental, sin un solo segundo de deshecho. Formidable.
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