Hay algo de médium en la música del ecuatoriano: esa capacidad de estar en el centro de un ritual ancestral de alguna comunidad indígena precolombina, pero también en un futuro muy lejano, sabiendo cuáles son esos ritmos que llevan haciendo latir a la tierra desde hace siglos, y que por mucho que las músicas cambien, la manera de caminar no.
Ya lo demostró con “Prender el alma” (ZZK Records, 2015), un debut que creó escuela y erigió un movimiento global (el de la mezcla de ritmos folclóricos y música electrónica), y del que no cesan de presentarse proyectos-satélite que toman a Nicola Cruz como sumo pontífice de una religión, la del global bass, la folktrónica, la fusión electrónica, el Andes step aplicado a cada territorio, o como quiera denominarse esta mezcla de renovación folclórico-ancestral por la vía de la música electrónica de vanguardia, que ha cambiado para siempre la manera de entender no solo nuestras raíces, sino la música de club.
Ahora, quitándose sambenitos y jugando a la imprevisibilidad y la impredecibilidad, el productor sudamericano da un paso más en “Siku” (ZZK Records, 2019), un ejercicio que, lejos de ser andinodependiente, mira de frente a otras músicas de genética ritual: sonoridades orientales, africanas, cariocas; sensación de creación en una comunidad participativa (o ‘sikuriada’), como demuestra la nómina de artistas que lo acompañan (entre otros, Minük, Esteban Valdivia, Castello Branco o músicos de Altiplano); pero también la presentación de hits con voz (“Hacia delante”) o sin ella (“Siete” o “Arka”); máquinas exprimidas hasta sonar a madera; el desarrollo de un neotribalismo nunca antes explorado por nadie (“Señor de las piedras”, “Obsidiana” o “El diablo me va a llevar”, esta cerca del malambo argentino, son los mejores ejemplos de ello); convierten a “Siku” en un manual tan kamikaze y necesario, como en una obra maestra musical y la tesina de un etnomusicólogo que se inventa nuevos límites para volver a superarlos.
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