Se acabó el duelo. O se atenuó, porque nunca desaparecerá del todo. Pero volvió la dicha, el regocijo, la ilusión. Quedó atrás el luto. Lo remarca el propio Nick Cave en algunas de las entrevistas que está concediendo estos días: esto es como un cálido abrazo. Hace más de una década que no publicaba un álbum que irradiase tanta esperanza. Y lo ha hecho sin que la espiritualidad y el anhelo de trascendencia mermen.
Cualquiera diría que en su cabeza anida un plan secreto para celebrar efemérides como si se tratara de un ave fénix que no admite réplicas: se cumplen justo cuarenta años desde su debut junto a The Bad Seeds (“From Here To Eternity”, 84) y veinte desde una de sus más singulares operaciones renove y a la vez uno de los mejores discos de toda su carrera (el doble “Abattoir Blues/The Lyre of Orpheus”, 04), y no parece casualidad que esto sea lo más parecido que ha hecho nunca a aquella primera mitad del blues del matadero: la esencia del gospel está bien presente (vaya coros) en cortes como “Song Of The Lake”, “Wild God”, “Cinnamon Horses” o “And The Waters Cover The Sea”, en sintonía con la disposición escénica de los conciertos de la gira que hace dos años lo acercaron al Primavera Sound. En cierto modo es como si la trilogía que formaron “Push The Sky Away” (13), “Skeleton Tree” (16) y “Ghosteen” (19), con el apéndice que supuso “Carnage” (21), su empeño junto al músico realmente imprescindible para entenderla, Warren Ellis, se pudiera dar por amortizada. Pero aunque este décimo octavo álbum pasa pantalla e inaugura una nueva era (ese término tan de moda) en su carrera, que se dice pronto tras tanta mili, tampoco puede decirse que “Wild God” pudiera sonar igual si no fuera por sus inmediatos predecesores. Algo queda de ellos. Sobre todo en la sinuosa “Final Rescue Attempt” y ese sintetizador modular de cualidad ondulante y obsesiva, que por algo remite a la superación del trauma familiar por su mujer.
El vocablo gospel proviene originariamente de la palaba divina, y es evidente que para el australiano la música (y el hablar sobre ella con sus fans y con la prensa) se ha convertido en una herramienta para tratar de entender el mundo y arañar la trascendencia. Apenas hay palabras que sirvan, pero puede que sí canciones. En ningún corte es esto tan explícito como en la mayúscula “Conversion”, que remite a una experiencia real, y se erige en eje central de este disco cocinado a fuego lento desde el primer día de 2023. La interpretación a capricho de las sagradas escrituras, el peso de la Biblia, sigue ahí, pero aflora ahora en una torrencial expresividad que borbotea en la forma en la que canta en “Joy”, por ejemplo. Exultante, aún con irrefrenables ganas de contar cosas. Queda algo de la cromática serenidad que proyectaba “Ghosteen”, pero aquí la progresión de acordes y la exuberancia instrumental –imponentes los arreglos de cuerda de “Frogs”, por ejemplo– apuntan a algo que también se veía venir: la recuperación plena de The Bad Seeds en toda su potencialidad. Hasta se apuntan a la fiesta un recuperado Thomas Wydler a la batería y Colin Greenwood (Radiohead) al bajo. ¿Están de vuelta las Malas Semillas? Claro que sí, aunque nunca se fueron del todo, y las mezclas de Dave Fridmann también cuenten lo suyo. Tan solo la recta final del álbum se me desinfla – personalmente– un poco, con cierta reiteración de claves melódicas y coartadas líricas que dejan en notable (¿alguna vez ha bajado de ahí?) un trabajo que apuntaba a sobresaliente. ¿Preocupante con el currículo que atesora? En absoluto. El 23 de octubre (Palau Sant Jordi de Barcelona) y el 25 (Wizink Center de Madrid) ni nos acordaremos.
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