El duelo persiste, pero ha pasado a una siguiente fase: tras la aceptación plena de la pérdida, llega el momento de la calma que sucede al desgarro. La búsqueda –en el caso de Nick Cave– de una cierta trascendencia como bálsamo. La luz que emana al final del túnel. Un túnel que a muchos puede parecerles largo (más aún si lo avala una portada más que dudosa), pero algunos mortales no nos atrevemos siquiera a cuestionar. Al fin y al cabo, ¿alguien nació con instrucciones para saber gestionar la muerte y sus tiempos cuando esta irrumpe invirtiendo el curso natural de las cosas, de la forma más cruel posible?
Durante los últimos cuatro años hemos asistido a la necesidad del australiano por comunicarse de forma más directa y empática con su parroquia y con el prójimo en general, y nadie podría culparle. Otra cosa es que el superávit de solemnidad que se gasta en este álbum pueda apabullar, o incluso amodorrar a quien sienta nostalgia de sus brotes de ira en estado puro. Pero él ha cruzado un umbral casi desconocido, escasamente frecuentado por músicos de su talla con las mismas herramientas, y es decisión del oyente el dejarse arrastrar a esa otra dimensión. La recompensa no es (ni mucho menos) magra, pero demanda empatía con un estado de ánimo muy particular, más bien opuesto a los ritmos que marcan nuestro día a día.
En el fondo, se trata de una órbita que comenzó a siluetear en “Push The Sky Away” (13) –aunque entonces ni siquiera lo sabíamos– y que apuntala con este disco, continuación lógica de “Skeleton Tree” (16) y culmen de una tercera vía en su trayectoria –tras emerger como bestia trituradora de mitos del rock and roll y la posterior fase baladística con primacía del piano– que tampoco podía intuirse tras aquel reseteo/síntesis glorioso que fue “Abbatoir Blues/The Lyre Of Orpheus” (04) y el paréntesis de “Dig, Lazarus Dig!!!” (08). Pocos músicos pueden presumir de haber experimentado tres vidas (y de tal solidez) en un mismo cuerpo, a lo largo de tres décadas y media.
“Ghosteen” viene a sublimar de forma imponente la alianza entre Cave y su lugarteniente en la última década, Warren Ellis: la deconstrucción de la vieja fórmula Bad Seeds mediante el uso (habrá a quien le parezca abuso) de sintetizadores gélidos, frecuencias abisales, percusiones reducidas a la mínima expresión y algún arreglo de cuerda muy puntual. La disolución de su corpus instrumental en el éter, muchas veces dando la impresión de que no puedan ir más allá, como si hubieran avistado su particular estación terminal. La parquedad queda, en cualquier caso, compensada por el uso de las voces, tanto la de un Cave más versátil que nunca –que saca un partido impresionante al falsete en composiciones como la majestuosa “Spinning Song” y que emplea un registro para cada corte, como si fueran mundos en sí mismos– como la del espectral coro que las consagra, con la recta final de “Sun Forest” como máxima expresión.
No deja de ser amargamente irónico que un músico que ha jugado durante tantos años con la idea de la muerte a través de las historias que –legadas o de cuño propio– iba ahormando en sus canciones, haya acabado redimensionando su discurso tras la experiencia en carne propia, a veces de forma tan escalofriante. El insospechado trayecto ha terminado acercándole más que nunca a la órbita crepuscular de Scott Walker (e incluso de alumnos aventajados como el Perry Blake del elegiaco “Still Life” de 1999, aunque a algunos les pueda sonar a herejía) en ese inagotable flujo de alimentación con las musas que, como él mismo califica con cierta sorna autoconmiserativa en “Night Raid”, es una incontrolable fuente de creatividad, con la paz mental que enuncia en “Hollywood” como irrenunciable meta personal.
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