Siempre es una noticia muy grata que el éxito alcance también a bandas como Arcade Fire que, no sólo poseen un lenguaje musical propio y repleto de personalidad, sino que son capaces además de pensar en la gente de a pie a la hora de desplegar melodías que siempre juegan a favor y nunca en contra.
Porque, a menudo, la creatividad y el genio se utilizan con desmesura y ombliguismo ególatra, olvidando que la música es un placer colectivo e universal y que, por tanto, debe tener cierta intención por lograr que ese click interno que todos poseemos, que se activa con unas notas y no con otras. Arcade Fire lo consiguen del todo. Su segundo largo incide en lo desplegado en el primero, pero ampliándolo y consiguiendo que la pirueta sea esta vez un triple mortal con tirabuzón y carpado. Es más barroco, más homogéneo, más imprevisible, más pensado y sobre todo es una confirmación en toda regla de lo que antes sólo presumíamos: Nos encontramos frente a los nuevos reyes del indie internacional al dejar Radiohead que su trono caiga en un perezoso olvido. Y es que Arcade Fire lo tienen todo a su favor y poco en contra. Juegan ya como una banda integrada y sólida, se conocen y se escuchan, hay una batuta que dirige al colectivo y aúnan la belleza de lo simple con el barroquismo más grandilocuente. Si alguien les tilda de indie sinfónico nadie se llevará las manos a la cabeza en el marasmo de etiquetas con el que convivimos en este inicio del siglo. Yo prefiero tildarlos de enorme banda de rock, inteligente, capaz y serena a la hora de afrontar el siempre difícil reto de superar un primer álbum que les había puesto en boca de todos. Doy fe de que lo han conseguido, alejándose además de referentes que, como David Bowie o Pixies ,habían alumbrado el primero. Ahora ya se puede decir que Arcade Fire suenan sólo a Arcade Fire.
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