Entre 1969 y 1972 el canadiense vivió una de esas etapas gloriosas en las que la productividad de un artista parece bendecida por los dioses. Cierto, le sucedió a Dylan pocos años antes, pero Neil Young venía de un lugar mucho más cercano y mundano, y por lo tanto, lo suyo me causa mayor asombro. Al fin y al cabo a los genios precoces y auto-conscientes como el de Duluth se les presupone la genialidad.
Cantante dotado con un tenue hilillo de voz, guitarrista competente (aunque infravalorado), la capacidad literaria de Neil Young nunca ha alcanzado la expresividad torrencial de Dylan. Y aún así, en este momento ya revelaba su estatura gigantesca. ¿Cómo es posible? Podemos seguir algunas pistas. Este álbum doble que recoge el concierto del cuatro de diciembre de 1970 se beneficia de la gloriosa estela dejada por el soberbio “After The Gold Rush”, publicado tres meses antes. También hay material del maravilloso disco de debut junto a Crazy Horse (“Cinnamon Girl”, “Cowgirl In The Sand”), aunque el recital del Carnegie Hall sea un consumado tour de force en el que el artista demuestra su poder en solitario alternando su voz con una guitarra acústica y un piano.
La abundancia de conciertos de los primeros setenta que se han ido publicando en estos últimos años a partir de los archivos del canadiense, pueden restarle importancia de forma injusta a éste; pero el adjetivo de “Legendario” con el que el sello los promociona (una parte del cual había tenido su versión pirata hace mucho tiempo) no me parece exagerado.
Y es que el sonido prístino que recogieron las cintas (mezclado y editado el año pasado en los estudios Capitol de Los Angeles) nos permite sentirnos (y sentarnos) ahí mismo, en primera fila entre el público neoyorquino fascinado ante la presencia mágica del canadiense, disfrutando de la acústica de la enorme y mítica sala de la séptima avenida; no faltan las bromas de Young aludiendo a las demasiado entusiastas palmas que le despistan, o a sus limitaciones con las intros del piano, algo impensable en el caso de otros. Mientras tanto se suceden las canciones: cimas como “I Am A Child”, “Sugar Mountain”, “Old Man”, “After The Gold Rush”, una “Ohio” en primicia… Veintitrés cortes que a estas alturas siguen desarmando. Imposible no acabar abrumado ante la capacidad sin igual del canadiense para armar como quien no quiere la cosa canciones que tienen ya más de medio siglo, pero que parecen haber sido escritas ayer mismo, y que han atrapado a varias generaciones, trascendiendo géneros y modas.
El misterio del corazón de oro de Neil Young, esa capacidad para conjurar emociones sin caer ni un segundo en lo cursi, artificioso, pedante o innecesario, sigue más vigente que nunca, y lo estará hasta el día en que se dejen de escribir canciones.
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