Siempre he pensado que ser artista de verdad es algo patológico. También que casi cualquiera puede en algún momento u otro crear una obra de arte, lo llevamos en los genes. De alguna manera, llevamos la grandeza grabada en el ADN. Pero el genio de verdad no sólo nace y se hace, sobre todo se sabe genio. Es una condición mental, una enfermedad crónica. En el caso de Kanye West, sin duda uno de los artistas más influyentes de nuestro tiempo, ese virus viene acompañado además de la idea mesiánica. No me cabe duda de que West se ve a si mismo como un moderno San Sebastián para el que cada nueva crítica es una saeta clavada en el torso y a la vez una nueva razón para demostrar al mundo que es el más grande entre los grandes. En cierto sentido, cada una de las canciones de “My Beautiful Dark Twisted Fantasy” es una respuesta, un contraataque, una catarsis y una confesión. Tras el discutido “808s & Heartbreak”, con el que abrió la Caja de Pandora del Auto Tune, este nuevo álbum supone el regreso de Kanye al sonido de sus discos clásicos, pero con una notable novedad: esta es su particular ópera redentora, una obra triplemente grandilocuente en todo, la producción, el concepto, los actores secundarios... Como álbum de rap comercial es extremadamente complejo y por tanto valiente. Algunos temas duran hasta nueve minutos, pero lejos de hacerse pesado el disco se escucha con una facilidad pasmosa, y quizás ese sea la mayor treta de West: arrastrarnos a su locura, convencernos de que sus delirios no están, después de todo, tan lejos de la verdad. Lo he dicho antes, llevamos todos la grandeza grabada en los genes. También hay un montón de basura ahí, pero algunos llevan el triple de ambas cosas en la sangre, West especialmente de la primera.
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