"I Am Not A Dog On A Chain" supone un corrimiento de tierras en el planeta Morrissey. Ligero, pero notable. ¿Qué fue de aquel jovenzuelo que echaba pestes de la música de baile, especialmente de la negra? Vivir para ver: la inmersión en ritmos electrónicos que insinuaban anteriores trabajos es rotunda en algunos de los cortes de este nuevo largo, el cuarto seguido que produce Joe Chiccarelli, y además es Thelma Houston, veterana de la Motown que vivió su pico de gloria con el pelotazo disco “Don’t Leave Me This Way”, quien le da la réplica en la estimulante “Bobby, Don’t You Think They Know?”, uno de sus avances.
Resulta paradójico que, justo cuando más recalcitrantemente reaccionario se nos ha vuelto Mozzer, se nos muestre menos conservador que nunca en lo musical. Uno no sabe si preferiría toparse con un álbum rematadamente mediocre, como fue el caso de “Low In High School” (17), para darle carpetazo, pasar página y dedicar su tiempo de cuarentena a otra cosa. Este no lo es, y aunque no es (ni mucho menos) un álbum sin tacha, obliga a plantearse dudas. Cosquillea la curiosidad. Intriga, vaya. A ratos complace, a ratos desconcierta. Pero ofrece motivos para no dejar indiferente. Y hacía tiempo que esto no ocurría con él.
El de Manchester ha hurgado un poco mejor en su tintero, ha refinado su rúbrica (cierto, no era difícil, viniendo del catálogo de ripios de donde venía) y ha conseguido ahormar esencias novedosas en su discurso con algunas de sus señas de identidad más reconocibles. Olviden, eso sí, su portada más fea desde “Maladjusted” (97), propia de un ignoto bootleg. “Jim Jim Falls”, con sus desacomplejados ritmos electrónicos, sus cuerdas sintetizadas y esa guitarra a lo “Scary Monsters”, convence. El synth pop barroco de “Love Is On Its Way Out” también muestra a un artista en movimiento, sin miedo al patinazo. Lo reseñable es comprobar que también en su registro más tradicional hay constantes vitales recuperadas: el vodevilesco tema titular, que perfectamente podría haber salido de “Kill Uncle” (91), las guitarras acústicas que mecen el estupendo medio tiempo “What Kind Of People Live In These Houses?” y el tramo final de la jubilosa “Knockabout World”, mostrando una plenitud vocal que nadie puede discutir, robustecen una primera media hora que es lo mejor que ha facturado en años.
Obviamente, pedirle mesura a Morrissey a estas alturas de su vida es como pedirle al rey de España que haga mención a los chanchullos de su familia en un mensaje televisado, con lo que la recta final del disco desluce lo que podría haber sido un más que notable mini elepé. El pop tecnificado de “Once I Saw The River Clean” suena envarado, sin mucha naturalidad, es una canción que encajaría más en el repertorio de un Marc Almond. No es su registro. La ensalada de piano, mandolina, harpsichord y espectrales coros de soprano sitúa a “The Truth About Ruth” en un terreno tan manierista que descoloca. Y no queda muy claro que el namedropping de instrumentos musicales (violín, triángulo, timbales, trombón) de la espesa “The Secret Of Music”, con sus siete amodorrantes minutos en una de sus excéntricas autorreivindicaciones simbólicas, quiera llegar a algún puerto reconocible: escuchen lo que Destroyer hizo recientemente con parecidos mimbres en “Cue Synthesizer” y lo entenderán.
Poco importa, en cualquier caso, porque el mito de Morrissey no depende tanto de ir acercándose a un envejecimiento a la altura de la leyenda (las cumbres crepusculares de Bowie, Cohen o Walker, por ejemplo, que se antojan tan lejanas) como de ir alimentando sus directos con cuatro o cinco canciones consistentes con las que oxigenar sus setlists sin que estos se resientan. Esa es su liga.
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